LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (V)

                                 LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE

                                                                          V


Aquel verano fue especialmente tórrido, Juan siguió trabajando dadas las estrecheces por las que pasaban él y su familia. Al igual que la de la mayoría de la gente, no se podía permitir tomar un descanso ni siquiera en verano. La situación se complicó aún más, su padre cayó enfermo, inicialmente no dieron importancia a la fiebre y los pequeños golpes de tos que sufría, pero la situación se agravó hasta tal punto que Juan propuso a su madre que tenía que verlo un médico lo antes posible, por otro lado, acudir a una consulta costaba un dinero del que no se disponía en casa, era difícil encontrar medicinas y si se conseguían había que pagar un elevado precio al que no podían hacer frente. El viaje de Elisa y su separación temporal le sirvió para hacer nuevos planes. Retomaría sus estudios, iría a clase por las noches, después de salir del trabajo, tal vez así tuviera más oportunidades para encontrar una profesión diferente, con mejores condiciones, sobre todo, económicas. Tenía que ofrecerle algo mejor, estaba preocupado, obsesionado, con su futuro. Hasta entonces sus intereses se habían concentrado en poder ayudar a sus padres con algo de dinero. Sus hermanos ya podían empezar a trabajar, como lo hizo él cuando cumplió los catorce años. Él seguiría aportando todo lo que pudiera, pero su hermana y los dos más pequeños estaban en condiciones de colaborar en el sustento de la familia. Las cartas de Elisa le reconfortaban a la vez que le incitaban a buscar el camino que le llevara a romper con lo que hasta ahora había sido su trayectoria, pero no encontraba ninguna salida.

El regreso de Elisa no hizo más que acrecentar su preocupación, a ella no le decía nada a este respecto, porque sabía que no estaba interesada en tal asunto. Tenía que empezar a moverse, pero no podía faltar al trabajo. Sus encuentros comenzaron a ser más frecuentes después de las vacaciones, solían verse las tardes de los sábados y las de los domingos. Juan parecía de buen humor, contaba anécdotas de su verano en la capital, de los amigos del barrio. En sus conversaciones se apreciaba un ligero distanciamiento de su entorno, nada que tuviera que ver con un abierto rechazo, ni siquiera un mínimo de desconsideración hacia lo que siempre le había rodeado. También comenzó a ser más cuidadoso en su forma de vestir. Cambios sutiles que Elisa percibía sin darle la más mínima importancia, iba conociéndole mejor y cada día le gustaba más. En cada gesto, en cada conversación, iba descubriendo en él a una persona cariñosa, que anteponía sus afectos a cualquier otra circunstancia que le inquietara, no ocultaba su procedencia, a la vez que se mostraba ambicioso y con un poderoso espíritu para salir adelante, para superar dificultades, no se arredraba ante los obstáculos que se cruzaban en su camino. Habían coincidido con algunas amigas de Elisa y el encuentro había resultado un éxito inesperado. Dadas las costumbres y los gustos que podríamos calificar de clasistas y elitistas del ambiente en el que se movían, se podía augurar un rechazo, sino abierto, al menos velado, hacia una persona que pertenecía a otro grupo social. Les gustaba su físico, pero también les gustaba el buen humor con el que participaba en conversaciones y comentarios, la mayor parte de las veces intrascendentes, pero que atraían sus simpatías. Lo aceptaban, sobre todo, por ser el acompañante de Elisa, pero también por sus condiciones personales.


En octubre comenzó el nuevo curso académico. Juan retomó sus estudios, después del trabajo iba a clase, aunque algún día de la semana lo dedicaba a Elisa además de las tardes del sábado y del domingo. Mientras tanto el mundo de ella se transformaba vertiginosamente. La ruptura con su anterior acompañante se había consolidado. Había dejado la Facultad de Medicina y había iniciado los estudios de Derecho. En clase, el alumnado era mayoritariamente de sexo masculino, el número de chicas que se veían por las aulas era muy escaso. El cambio de rumbo en la vida de Elisa sorprendió a sus padres, pero no les conmocionó. Su madre, Teresa, continuaba con sus salidas vespertinas. Era evidente que no pasaba las tardes, largas horas, de comercio en comercio, viendo escaparates, probándose ropa o eligiendo algún mueble para la casa. Teresa era una mujer que ya podía considerarse madura, sin embargo sabía mantener su atractivo físico, herencia de su juventud. Estuvo enamorada de Víctor algunos años, le consideraba seductor, con facilidad para relacionarse con los demás, inteligente. Con él podía mantener su buena posición social, incluso podría mejorarla, veía en él a un hombre de éxito. Antes de su noviazgo con Víctor, salía con un joven escritor al que amaba profundamente, la guerra los separó y Teresa no volvió a tener noticias de él. Ahora ella pensaba que más que enamorada de Víctor, lo que había sentido era admiración por él, por su capacidad para adaptarse al nuevo régimen, de moverse entre los nuevos oligarcas, un mundo en el que contaba con gran prestigio, que le facilitaba poder emprender fructíferos negocios. Ella sabía o intuía, no lo podemos asegurar, que la tienda de modas no era más que un escaparate detrás del cual se ocultaban negocios de otra índole que le proporcionaban abultados beneficios en una época en la que escaseaba todo. Se mantenía a su lado ya como una costumbre, no podía prescindir de las comodidades que le facilitaba la cuenta corriente de su marido. Mujer inteligente, culta y de decisiones prácticas. Después de haber tenido a Elisa, la pasión por Víctor fue decreciendo mientras se incrementaba su interés por el mundo exterior, especialmente por la cultura y el arte, a su esposo no le preocupaba que dedicara las tardes a estar fuera de casa, ni siquiera sabía qué hacía, con quién estaba o adónde iba, era un asunto que parecía no interesarle. No tuvieron más hijos.

Teresa sabía conjugar su buen gusto a la hora de elegir un mueble, un cuadro, el menú en un restaurante, la ropa y demás complementos para resaltar sus ya de por sí hermosos rasgos con intereses más profundos, iba al cine o al teatro con alguna de sus amigas, en raras ocasiones con su marido; no faltaba a las actuaciones de Concha Piquer, Celia Gámez o Paquita Robles; asistía a exposiciones de pintura y tertulias en las que se discutía sobre las nuevas tendencias en el arte o sobre libros de actualidad, se hablaba de las costumbres, hábitos o moda en París, Roma o Londres. Pero sobre todo, disfrutaba y compartía la amistad con mujeres artistas de la época, de esa época oscura y gris a la que ponían color con sus obras de arte. Trabó una estrecha camaradería con mujeres periodistas y deportistas olímpicas. Fuera de casa Teresa había construido una hermosa esfera de cristal que nada tenía que ver con la residencia en la que convivía con su familia, donde el mantenimiento de las formas, la hipocresía y la falta de comunicación se habían instalado transformándose en hogar sólo habitado intermitentemente por su moradores. La coincidencia de los tres: Víctor, Teresa y Elisa no sólo era infrecuente sino que resultaba poco menos que imposible acordar una comida o cena a la que asistieran todos. Habían pactado comer juntos los domingos, casi como obligación más que como necesidad de encontrarse como cualquier familia. A pesar de la opacidad del momento, Teresa había creado ese universo con multitud de destellos brillantes en el que podía moverse sin limitaciones, la posición de favor de su marido la protegía. Había educado a su hija conciliando las normas exigidas por su situación social y política con ráfagas de viento fresco y luz que la llevasen a ser decida y capaz de situarse fuera de la falsa moralidad imperante en aquellos años de neblina permanente.

Juan se despidió de Higinio, el encargado, y del resto de empleados de la tienda donde trabajaba hasta entonces, un compañero de las clases a las que asistía por las tardes, Ernesto, le habló de la posibilidad de trabajar en su misma empresa, una agencia de transportes que repartía mercancías por todo el país, Transportes Calderón, necesitaban a alguien para la oficina. Sin dudarlo, fue a la dirección de la agencia donde le recibió Valentín, el contable del negocio, un hombre más bien bajito, delgado, con poco pelo, unas gafas redondas apoyadas en la punta de la nariz y un bigotito rectilíneo sobre su recogido labio superior. Vestía pantalón oscuro, camisa blanca sobre la que llamaba la atención un chaleco gris con la cadena de un reloj colgando de uno de sus ojales hasta llegar al bolsillo. Sus zapatos negros, agrietados por el empeine, brillaban lustrosos. Tras averiguar quién era el visitante que venía acompañado de Ernesto, el revisor del almacén, le hizo pasar al despacho del jefe, Don Santiago Calderón. El dueño del negocio, tras hacerle unas concisas preguntas sobre su lugar de residencia, edad y estudios que poseía, le conminó a que se pusiera a las órdenes de Valentín, el contable. Juan abandonó el despacho sin dar la espalda al que iba a ser su nuevo jefe. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, comenzó su tarea en la oficina de la empresa, junto al contable, su trabajo era sencillo: ordenar y encarpetar albaranes, archivar facturas, recoger los partes de incidencias en los viajes, entre otras tareas, era una especie de ayudante de Valentín. En poco tiempo, el administrador se dio cuenta de que Juan era minucioso en su trabajo, no solía cometer errores, era puntual, pero sobre todo, se mostraba discreto y poco dado a charlar sino se trataba de algún asunto relacionado con el trabajo. No le importaba salir más tarde del despacho si era necesario, sin pedir nada a cambio por ello.

Continuaba viendo a Elisa una o dos veces a las semana, dependiendo del horario de las clases. Paseaban, alguna vez que otra iban al cine a ver una película de Edgar Neville o de García Viñolas con las que Juan solía aburrirse. Continuaban las visitas a casa de los Morales aprovechando las largas ausencias vespertinas de los padres de Elisa. Habían pasado más de dos años desde que se conocieron. Ella interpretó que el nuevo trabajo de Juan respondía a su búsqueda continua por mejorar, por alcanzar lo que hasta entonces se le había negado a él y a los suyos. Elisa admiraba su capacidad para enfrentarse a nuevos desafíos. Mientras se concentraba en sus estudios, ahora sí parecía sentir atracción por el mundo de las leyes, Juan le hablaba de establecer su propio negocio, no tengo dinero, le decía, pero tengo ideas. Ella no había perdido la iniciativa, aunque se sentía arrastrada por una verdadera fascinación hacia la única persona que había sido capaz de frenar sus cambiantes deseos. La distancia que en principio los separaba la había recorrido sin darse cuenta hasta encontrarle. Había llegado a él por una caprichosa curiosidad inicial, descubriendo su integridad, su sinceridad, su sencillez, su capacidad para luchar ante la adversidad del entorno en el que se movía y también su ambición. Había crecido viendo la falsedad de su padre que llegaba a casa apenas para dormir, y no todos los días, sin apenas cruzar palabra con su madre y, sin embargo, manteniendo una ficticia relación ya casi inexistente. Diariamente tenía la oportunidad de observar la doble moral de la madre que mantenía los restos de un matrimonio desaparecido desde hacía tiempo mientras construía su propio mundo, pagado por el marido. Nada, o muy poco, había en casa que fuera real, la inseguridad había acompañado a Elisa sobre todo durante su adolescencia, ahora comenzaba a experimentar vivencias que le hacían sentirse una mujer con capacidad para decir sobre el camino que deseaba trazar en su vida.

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