LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (VIII)

                                      LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE

                                                                        VIII

En la agencia se le encargó una nueva salida para supervisar la carga y distribución de sacos de cereal. Una vez más intentó entablar conversación con el conductor de la camioneta preguntándole cuánto tiempo llevaba trabajando en la empresa. En esta ocasión el chófer dio una respuesta más larga de lo que acostumbraba, le contestó que ya llevaba demasiado tiempo trabajando para esta gente. Aprovechando su incipiente locuacidad, continuó interpelando a su compañero de cabina: estás casado, cuántos hijos tienes. Tres hijos y dos hijas, fue la respuesta, continuó con las edades de cada uno de ellos. Juan estaba de suerte, había conseguido romper el silencio de su colega. La conversación giró en otra dirección al preguntarle por la mercancía que transportaban, el cambio de actitud fue radical, no quería hablar nada de esos sacos que llevaban en la caja de la camioneta. Había muchas personas pasando hambre mientras otros se enriquecían con la necesidad de comida, fue lo que dijo. No volvió a hablar más durante el resto del viaje.

El señor Carranza llamó a su despacho a Juan, su compañero, el contable, le comunicó que el jefe quería verle. Había sido informado de la prudencia demostrada en los trabajos que se le habían encomendado, de su interés por llevar a cabo las tareas con prontitud, sin cometer errores. Se había ganado la confianza del dueño de la agencia de transporte. El jefe le propuso, o le ordenó, desconocemos los términos exactos, que tenía que aprender a conducir su automóvil, el argumento que utilizó, aunque no fuera necesario ningún argumento, se fundamentaba en que en una agencia de transportes sus empleados tenían la obligación de estar preparados para conducir un vehículo, con el fin de hacer frente a situaciones en las que la empresa pudiera necesitar sus servicios. Él personalmente se encargaría de facilitarle la obtención del permiso de conducir. Juan aceptó con entusiasmo la propuesta.

Pronto comenzó a llevar al señor Carranza a su casa en coche al finalizar la jornada de trabajo. Le atraía el coche, disfrutaba conduciéndolo. La presencia diaria de los vehículos en la agencia de transporte le recordaba su paso por el taller de reparaciones en el que trabajó siendo casi un niño, no olvidaba el episodio con el Fiat 1.100 negro. A pesar de aquello, le gustaba el trabajo, en aquella época se pasaba el tiempo observando como su jefe metía la cabeza dentro del capó de los automóviles y reparaba las averías con habilidad; aunque saliera mal parado de aquella experiencia, se sentía atraído por la profesión, en esos momentos le hubiera gustado ser mecánico. Ahora se le pasaba por la cabeza la idea de abrir un taller en el barrio donde vivía con sus padres, pero allí escaseaban los vehículos a motor, algún carromato, motocicletas y pequeñas camionetas. En su mente surgían proyectos dispares, en ocasiones se inclinaba más por establecer una tienda de modas como el padre de Elisa, conocía mejor ese oficio, había aprendido la profesión en el tiempo que pasó allí, podría contar con la ayuda de su madre que también conocía este trabajo, incluso con su hermana, hasta que pudiera contratar a algún empleado. Y la inversión que se requería sería menor. Aún no estaba en condiciones de dar ese paso, pero no descartaba ninguno de sus propósitos para más adelante. No se decidía por dónde emprender el camino para dar un salto que le permitiera escapar de la dependencia de otras personas. Elisa aceptaba de buen grado el deseo de avanzar, de superarse a sí mismo de Juan, ella era consciente de las dificultades que conllevaban los proyectos de Juan, le animaba planteándole lo positivo y lo negativo de cada una de las propuestas.


Durante el mes febrero la enfermedad de su padre se agravó, los cuidados y la dedicación de su madre no eran suficientes para vencer la afección pulmonar que padecía. Se necesitaban unos costosos medicamentos a los que no podían acceder. Juan veía como su progenitor sufría un largo y doloroso padecimiento, poco podía hacer él, se pasaba el día trabajando fuera de casa y aun así, no había suficiente dinero para la consulta de un especialista. En casa se respiraba una atmósfera gris, conversaciones con frases cortas, en voz baja, casi susurros. La madre comía lo imprescindible para tener fuerzas con las que atender a su marido. Noche tras noche, el sueño era interrumpido por la tos y los quejidos del enfermo. Elisa se ofreció en más de una ocasión para ayudar a su padre, en casa conocían a un buen médico que trataba ese tipo de enfermedades, podía hablar con él para que le citara en su consulta o para que fuera a visitarle a su casa, pero Juan rechazaba una y otra vez cualquier tipo de ayuda procedente de la familia de ella.


Sus salidas con Elisa continuaban su curso habitual, la primavera se hacía sentir: el frío, poco a poco, fue abandonando la ciudad. La tarde de los sábados continuaba siendo tiempo para el encuentro de ambos. Una de esas tardes entraron en una pastelería, se sentaron a una mesa cerca del escaparate mientras tomaban cada uno un café con leche y un pastel de hojaldre. Vieron pasar a la madre de Elisa, iba acompañada de otra mujer, caminaban sin prisas, charlando, con un aire casi majestuoso. Teresa vestía un chaquetón de paño de color violeta, y una falda del mismo color, llevaba al cuello un pañuelo de tonos rosáceos y se cubría con un discreto sombrerito. Sus medias negras ascendían desde unos zapatos sencillos, con poco tacón. Su acompañante llevaba un abrigo de entretiempo, ligero, de color verde menta, sobre la cabeza un tocado negro que dejaba ver su cabello rubio, sus zapatos tenían un tacón considerable que le permitían igualar la altura de su pareja. Sus figuras desprendían un aire sublime, la gente con la que se cruzaban volvían la vista para contemplar tan esplendorosas damas. Se detuvieron en un portal frente a la pastelería, abrieron la cancela y desaparecieron en el interior del edificio.

Juan había seguido, embelesado, todo el trayecto, desde que aparecieron en su retina hasta que se desvanecieron tras el portal. Mientras, Elisa le hablaba de su madre, de su vinculación con el mundo de la cultura, de su amistad con artistas, cantantes y escritoras, de su afición por el arte. Sin embargo, le decía, es una mujer sencilla, cercana a la gente. Sabe que salgo contigo, conoce nuestra relación, antepone, sobre todo, que sea feliz, lo demás es secundario para ella. Ya alcanzará lo que se proponga si es inteligente, obstinado y emprendedor, me dice. Cuando habla así, estoy segura de que se refiere a tu situación actual que debe haber intuido. Le gustaría conocerte de manera espontánea, imprevista, fuera de los formalismos de una presentación en familia. Juan admiraba a Teresa, no había tenido ocasión de hablar con ella, pero con frecuencia se colaba en sus conversaciones con Elisa. Ahora que la observaba directamente, le maravillaba su distinguida prestancia, su manera de vestir, sabía de su carácter independiente, le resultaba difícil imaginar el estilo de vida de Teresa, tan alejado del que él conocía. Sus referencias con respecto al modo de vivir de la mujer la tenía en su madre, en su hermana, en las mujeres del barrio donde vivía, los intereses de ellas giraban en torno a las tareas domésticas, a la lucha por la supervivencia; la vida más allá de las paredes del piso donde habitaban, se limitaba a la tienda de ultramarinos, la panadería o la frutería.

Juan se había prometido a sí mismo salir de ese oscuro mundo lleno de carencias y en la medida de lo que él pudiera hacer, sacar a los suyos de esa situación infame en la que sobrevivían a duras penas. Su relación con Elisa le estaba poniendo en contacto con otra forma de vivir hasta ahora inexistente para él. Aprendía deprisa, sabía que depender de otros, estar debajo de otros, es sólo una etapa que hay que pasar, eso sí, lo antes posible. En el nuevo trabajo observaba muy de cerca las actividades a las que se dedicaban los que poseían el dinero. Sospechaba que no eran negocios muy claros, pero debían ser altamente rentables. Siempre había vivido en un entorno en el que la precariedad era la nota dominante. Su carácter se estaba forjando a través de la lucha contra las duras circunstancias por las que tenía que transitar, trataba de no manifestar el desprecio que sentía hacia las personas a las que se veía obligado soportar, al igual que afrontaba con dignidad todo tipo de privaciones que tenía que padecer. Juan se planteaba si algún día encajaría en ese universo tan lejano a él y que hasta ahora le había sido negado. Indudablemente Elisa sería su pasaporte de entrada pero no pretendía utilizarla. Al contrario, la quería con toda su espontaneidad, con su escaso, o mejor, su nulo interés por mantener el status en el que se encontraba. La quería por haber sido capaz de enamorarse de él, precisamente de él que nada tenía que ver con el círculo en el que ella se desenvolvía. La quería por su infalible intuición a la hora de decidir el camino que había que tomar, por su inteligencia, por su sagacidad. Su madre, Teresa, debía haber influido decisivamente en su forma de entender la vida, por lo que sabía, le había transmitido y le continuaba indicando con su actitud, el recorrido a seguir si quería ser ella misma y no lo que otros quisieran que fuera.


Al salir de la pastelería fueron dando un paseo hasta la casa de Elisa. Por el camino Juan fue comentándole que había empezado a coger el automóvil de su jefe para llevarle a su domicilio y para hacerle algún que otro encargo. También le habló del cese de sus viajes en la camioneta para controlar la recogida y distribución de sacos de cereal y piezas de carne. Hacía tiempo que no salían, el conductor al que acompañaba en el transporte, a partir de la corta conversación que mantuvieron durante el último viaje había comenzado a saludarle cuando se encontraban en las instalaciones de la agencia, fue él quien le confirmó que no había vuelto a salir a cargar sacos. Hablaba a Elisa de su trabajo y de sus proyectos, apenas hablaba de su familia, no quería hacerla sentir incómoda por la distancia que separaba a los suyos de la gente que la rodeaba.

Llegaron a la entrada del edificio, el conserje se entretenía revisando los apliques de las paredes, encendiéndolos y apagándolos, podría ser que estuviera disimulando su curiosidad por ver quién acompañaba a la señorita Elisa. No sabemos si se sorprendió o no al ver de nuevo al hijo del ferroviario con la hija de don Víctor. Dio las buenas noches a la pareja y se dirigió hacia la puerta, había terminado la revisión de los apliques.

En el rellano del primer piso se encontraron con un vecino de Elisa, un hombre ya maduro, de edad aproximada a la de su padre, salía de casa a una hora que podría parecer inusual, aunque hacía una temperatura agradable y podría ir a dar un paseo o a cualquier otra parte que le apeteciera. A Juan le llamó la atención su impecable forma de vestir y la hora a la que salía de casa. El vecino los miró, fijó su vista en Juan durante unos segundos, como si quisiera reconocerle, los saludó educadamente y bajó las escaleras. El portero ya había desaparecido. Juan no llegó a entrar en casa de Elisa, tenía prisa por llegar a su domicilio, su padre empeoraba aunque no le decía nada a ella. Se verían al día siguiente, domingo.


Los envíos desde Argentina no sólo se espaciaban, a partir del mes de abril no volvieron a llegar. Pero hay cierto tipo de personas para las que la vida es un continuo de deleznables oportunidades que no pueden dejar pasar. Comenzaron a llegar los primeros bidones de cartón con refuerzos de aros metálicos y de madera en los bordes y en el centro de cada cuba, contenían leche en polvo; llegó el queso y la mantequilla. Los dólares iban directamente a dos agencias que se encargaban de pagar, con el mismo dinero americano que recibían, los materiales que compraban a los estadounidenses. Poco se podía hacer para desviar unos cuantos de miles de dólares a las cuentas de Víctor y Julio. La información que les facilitaba Luis Salazar desde el Ministerio no les acercaba al dinero, al contrario, lo veían cada vez más lejano. Sin embargo, la leche en polvo, la mantequilla y el queso podían tener buena acogida en el mercado negro. Eran especialistas en alimentación. Una vez más recurrieron a Transportes Calderón para que sus camionetas realizaran algunos viajes para recoger y distribuir las nuevas mercancías. Julio se encargaría de contactar con Santiago Calderón para organizar la ruta a seguir. Los dividendos no serían muy altos, la entrega de la mercancía iba a ser dificultuosa, habría mayor control en la recepción, almacenamiento y distribución de los productos que comenzaban a llegar, aun así, se mantuvo una actividad comercial que sólo duró unos meses, ni siquiera llegó a un año.

Juan volvió a acompañar al mismo conductor, con la misma camioneta, repartiendo a los mismos establecimientos las mercancías que les habían encomendado. Ahora era Juan el que no quería hablar de los productos que llevaban atrás, en la caja del pequeño camión. Sabía que eran alimentos destinados al mercado negro y él estaba colaborando en su distribución. Si se negaba a cumplir lo que le ordenaba su jefe, don Santiago, no sólo lo pondría de patitas en la calle, sino que, además, corría el riesgo de que le denunciara a él y al conductor por apropiarse de un vehículo suyo para introducir alimentos en el mercado negro. Así estaban las cosas. Tuvo que callar como callaba el chófer cada vez que le había preguntado por los productos que transportaban.

Con su silencio, Juan se estaba ganando la total confianza de su jefe, el trabajo en la oficina lo alternaba con algunos viajes por encargo del señor Carranza en su propio coche. Lo llevaba a casa, transportaba a su esposa a ver a sus familiares, hacía algún recado que se le encomendaba. Santiago Carranza estaba sometiendo a su empleado a constantes pruebas con el fin de asegurarse si merecía confiar en él plenamente, quería asignarle otras tareas de mayor envergadura. Un martes le llamó a su despacho, al día siguiente tenía que estar en el andén número cuatro de la Estación del Norte. Iría en su propio coche, lo dejaría en el aparcamiento situado delante de la entrada principal. A las doce del mediodía llegaría un tren procedente de Barcelona. De uno de sus vagones se bajaría un viajero vestido con un traje azul marino con raya diplomática, corbata de color granate, sombrero tirolés gris oscuro, llevaría una gabardina beig recogida en su brazo izquierdo y con su mano derecha sujetaría una maleta, no muy grande, de color negro. Juan tendría que acercarse al hombre de la maleta negra, preguntarle si era el señor Rodríguez, el cual, sin responder nada le entregaría la maleta, la recogería sin contestar y la llevaría en su coche hasta la oficina de la agencia de transportes. Si al preguntar por el señor Rodríguez el viajero respondía que se había confundido de persona, debía abandonar inmediatamente el andén, salir de la estación andando, sin precipitarse y volver a por el coche aparcado fuera de la estación cuando transcurriese, al menos, una hora, no antes.

Al entrar en el vestíbulo de la estación, Juan observó el ir y venir de la gente: unos cruzaban con prisas cargados con sus maletas, otros hacían cola para comprar los billetes, algunos esperaban sentados en los bancos situados frente a las puertas de acceso a los andenes, una pareja de policías uniformados hacía su ronda entre el público, los mozos de cuerda transportaban en sus carretillas los equipajes de los viajeros más cómodos, y más acomodados, hasta el exterior de la estación donde esperaba un taxi o un vehículo particular. Atravesó el vestíbulo y se dirigió al punto indicado por Carranza. Faltaban unos minutos para las doce del medio día. El tren se retrasó lo suficiente como para que Juan se pusiera nervioso. Por fin se acercaba el tren aminorando su velocidad hasta pararse. No había mucha gente esperando la llegada de sus familiares, amigos o allegados. Sí que era notoria la presencia de los maleteros con sus carretillas esperando al borde mismo del andén. Otra pareja de policías paseaba cerca de la puerta de salida hacia el vestíbulo. Los viajeros descendían de los vagones atentos a los escalones para no tropezar y caer en el acerado. No muy lejos de donde se había situado, vio como bajaba un hombre con aire distinguido, respondía a la descripción que le había dado su jefe, se acercó y le hizo la pregunta acordada.

Todo salió bien, recogió la maleta y la llevó hasta la oficina de la agencia como se le había ordenado. Al llegar le recibió Valentín, el contable, nada más verle entrar le dijo que le esperaba Don Santiago en su despacho. Llamó a la puerta con los nudillos de los dedos, desde el interior se escuchó la voz potente de su jefe. Pidió permiso para pasar, Juan entró en aquella estancia normalmente restringida para los empleados y, saludando a Don Santiago, soltó la maleta en el suelo, el jefe se levantó de su sillón de detrás de la mesa y le entregó un sobre. Te lo has ganado, has hecho un buen trabajo. Si continuas siendo prudente te encargaré más tareas con las que puedas ganarte un dinero extra. Ahora puedes continuar con las facturas y albaranes de la oficina. Juan salió del despacho de Santiago Carranza un tanto confuso. Las instrucciones que le habían dado le resultaron, cuando menos, extrañas, pero no eran momentos de hacer preguntas y poner objeciones a quien te pagaba un sueldo aunque fuera pequeño y, además, una gratificación. El estupor le sobrevino cuando comprobó la cantidad recibida por el trabajo que acababa de realizar, abrió el sobre sin que Valentín, el contable, le viera, se llevó una sorpresa que apenas pudo disimular al ver la generosidad volcada en el interior del sobre.

Al mes siguiente, también un miércoles, volvió a recibir las mismas órdenes sobre el tren procedente de Barcelona, el viajero del traje azul marino con raya diplomática y la maleta negra. La única diferencia es que no llevaría gabardina recogida en el brazo izquierdo. Cumplió su cometido y entregó la maleta a su destinatario. Recogió el sobre con la recompensa y siguió su tarea en la oficina. Volvió a repetir esta actividad el miércoles de la segunda semana de cada mes, hasta el verano, en julio. Su trabajo en la estación se había convertido en rutina, ni siquiera prestaba atención al ir y venir de la gente en el vestíbulo, ni tampoco afloraba su nerviosismo si el tren se retrasaba unos minutos. Al cruzar el vestíbulo le pareció ver a dos hombres que le habían mirado fijamente, pero no le dio mayor importancia, siguió su trayecto hasta el coche aparcado en las afueras de la estación. No sabía que aquellos dos hombres seguían con su vista cada uno de sus movimientos hasta que le vieron entrar en el coche de su jefe. En esta ocasión, al volver de realizar impecablemente su tarea en la estación de ferrocarril, se encontró con Valentín, como siempre. El jefe ha salido de la agencia, le dijo, no volverá hasta mañana. Deja la maleta dentro de su despacho y continúa con tu trabajo aquí, en la oficina. Juan no había recibido el sobre al que estaba acostumbrado. Mientras ordenaba los documentos de envío de mercancías para entregar a los conductores, no dejaba de darle vueltas a su cabeza sobre el contenido de la maleta y el buen pago que recibía al entregarla. Evidentemente sería algo valioso, tal vez joyas o dinero, no podía tratarse de otra cosa. Valentín, el contable, aprovechó ese día que no estaba el jefe para salir una hora antes del trabajo. Tengo que ir con mi mujer al médico, la consulta es dentro de media hora. No te olvides de cerrar la oficina cuando salgas, le dijo a Juan, las llaves te las dejo encima de mi mesa.


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