VILLAFRANCA DE LOS BARROS


 

                                                                                           Visita a Villafranca de los Barros

                                                                                            Domingo 22 de enero de2023

                                                                                            Marina y yo.


Hemos disfrutado del fin de semana en Isla Canela, Huelva, con un tiempo excepcional a pesar de estar en enero. En la playa hemos tenido hasta veintiún grados centígrados. De regreso a casa, paramos a comer en Villafranca de los Barros, un gran pueblo de la provincia de Badajoz. En muchas ocasiones hemos pasado por esta localidad, antes por la carretera nacional, ahora por la autovía, pero nunca nos habíamos detenido en tan atractivo lugar.

Villafranca está situada entre Zafra, conocida sobre todo por su feria de ganados, y Almendralejo, universalmente renombrado por sus bodegas y viñas. Esta localización podría haber influido en que sea una población menos visitada que sus vecinas, aunque, por otra parte, esta circunstancia ha favorecido que se conserve entre sus largas calles y plazas el aroma de los pueblos del sur pacense que desprenden sus casas de fachadas encaladas, con artísticas rejerías de hierro forjado protegiendo y adornando sus ventanas y balcones enmarcados en un resalte color albero, recordándonos, a los que vivimos más al norte, la influencia de la cercana Andalucía. Marina me recuerda que haga alusión, también, a las puertas de las casas. Puertas de madera bien conservadas, fielmente restauradas, de buenas hechuras, labradas con delicado gusto, que llaman la atención de cualquier visitante que pasee por las calles de esta localidad.

Dejamos nuestro coche en los alrededores de la Iglesia de Nuestra Señora del Valle, en pleno centro de la ciudad. Al poner los pies en el suelo, observo como todo el pavimento que rodea la iglesia, así como el de la plazoleta situada delante de la fachada principal del edificio y el de la plaza que queda a su espalda, está realizado con piedrecillas blancas y negras, formando figuras geométricas, al igual que el empedrado portugués que tan esmeradas decoraciones dibujan los “mestres calceteiros” en las aceras y espacios públicos de las ciudades lusas. Más tarde comprobaríamos que este tipo de pavimento se extiende por una buena parte del centro de la población.

De camino al restaurante nos detuvimos ante la portada del templo que los expertos han clasificado de estilo gótico tardío, próximo al plateresco. Ellos son los entendidos, pero a mí, lo que más me llamó la atención fue el contraste entre la sencillez de las líneas marcadas por la piedra y los minuciosos adornos que incluye. También sorprende que solamente esté labrada la parte central de la fachada enmarcando el pórtico, quedando amplios lienzos de pared a ambos lados y por encima sin ningún relieve. No pudimos entrar en el interior de la iglesia por la hora intempestiva a la que llegamos.

Ya en el local donde comimos, nos encontramos en la entrada con una hermosa lámpara, probablemente de los años veinte del siglo pasado, colgada en el centro de la bóveda. Sorpresa tras sorpresa, el camarero nos hace esperar en un espacio desde el que se abre una puerta de madera tallada ricamente, que da acceso al comedor principal, recinto abovedado, de paredes blancas, repleto de comensales sentados a sus respectivas mesas, un lugar inigualable para degustar con tranquilidad y buena conversación, los exquisitos platos de nuestra cocina. Desde nuestro puesto de observación, podíamos ver otro espacio amplio, debió ser en otro tiempo patio, corral o huerto, de dimensiones generosas, con una cubierta acristalada, donde se habían dispuesto mesas y sillas para comer. Allí nos instaló un camarero. De las paredes colgaban dos enormes capachos, de los que se utilizaban para la prensa de la aceituna en la extracción del aceite de oliva. Por encima de los capachos, recorría el muro encalado una línea de cables trenzados forrados de tela, como los que hemos conocido hasta los años sesenta del siglo pasado en nuestras casas, sujetos por pequeños aisladores blancos de porcelana, de esa misma época. Por cualquier rincón se percibía el respeto y el cuidado de los objetos que ya han dejado de ser útiles y que ahora adquieren una segunda vida expuestos para deleite de todos.

Rodeados de estos útiles que nos transmitían el afecto hacia nuestros antepasado, sus trabajos y las innovaciones de su tiempo, degustamos una excelente comida: una fuente de croquetas de jamón, bien hechas, ya sabéis, crujientes por fuera y tiernas por dentro y un excelente secreto ibérico a la plancha, todo ello regado con vino de la localidad procedente del Pago de las Encomiendas

Posteriormente, me informaron que esta antigua casa solariega, conocida como centro recreativo La Peña, hoy restaurante, acogió durante unos años, a una parte del alumnado del colegio San José, en 1932 cuando salieron los jesuitas de las instalaciones que venían ocupando normalmente en Villafranca.

El Ayuntamiento ocupa el viejo palacete del marqués de Fuente Santa; el marqués de las Encomiendas también cuenta con vivienda en esta localidad, de acuerdo con lo que me dijo un vecino con el que estuvimos departiendo durante largo rato en una amena e instructiva conversación. Le abordamos para preguntarle por el acceso al colegio de los jesuitas, nos dio las explicaciones oportunas y nos comentó que él había estudiado allí, por lo que Marina aprovechó la ocasión para preguntar a este amable villafranqués si había conocido a sus primos, tres de ellos estuvieron estudiando en el colegio San José de esta localidad por la misma época de la que nos hablaba este señor, quien nos respondió que le “sonaban” los apellidos, pero que ya habían pasado muchos años para recordar con más detalle.

Durante la conversación, nos recomendó visitar la actual Casa de la Cultura y biblioteca, antigua fábrica de harinas y central eléctrica, un edificio emblemático de finales del siglo XIX cuya instalación eléctrica fue proyectada por el famoso ingeniero Isaac Peral. Es una sólida construcción de mampostería y ladrillo, buen ejemplo de la arquitectura industrial en nuestra tierra que merece una visita detenida.

El museo histórico y etnográfico está ubicado en otra antigua casa solariega. Solares de emprendedores e industriales que contribuyeron al progreso de este gran pueblo y que hoy se han transformado en instituciones locales o dependencias para establecer nuevos negocios.

Pero hay dos lugares en Villafranca de obligado recorrido: el santuario de Nuestra Señora de la Coronada y el ya aludido Colegio San José.

Llegamos al primero de ellos dando un paseo desde la calle Alzada, que se prolonga hasta llegar a una plaza donde se erige el santuario, un edificio singular, en el que destaca su cúpula de aire un tanto oriental. En su interior, un retablo dorado deslumbra a cualquier visitante, aunque a mí, particularmente me fascinó más un órgano barroco, procedente de Portugal, que algún experto ha calificado de muestra del arte pombalino en esta población. No olvidemos que nos encontramos en “la ciudad de la música” por sus tradiciones relacionadas con el folklore.

Justo frente al santuario se encuentra el colegio de los jesuitas, en la calle San Ignacio, perteneciente a la Fundación Loyola, cuyas instalaciones ocupan una amplia superficie, he leido que unas siete hectáreas. Me pareció interesante por las vicisitudes que ha experimentado este centro. Marina tenía curiosidad por conocerlo porque allí estudiaron tres primos suyos muy queridos: José, Juan y Pepe Luis. Desde 1932 a 1936 fue un centro protegido por la Institución Libre de Enseñanza, durante este periodo, los alumnos que quisieron continuar sus estudios tradicionales se trasladaron a Estremoz, en Portugal, otros se quedaron en la localidad como se ha dicho más atrás. Durante nuestra Guerra Civil este centro educativo se convirtió en hospital de sangre, para atender a los soldados heridos, mayormente marroquíes, llegándose a construir una mezquita en su interior que actualmente se conserva. Esto me recuerda que otro centro educativo, la Escuela Normal de Magisterio de Cáceres, también se convirtió en hospital de sangre durante la contienda.

Dejamos atrás el largo muro que delimita las instalaciones del colegio y nos despedimos de la ciudad, primero bajando por las calles que antes habíamos recorrido, después, tras cruzar el río Cagancha, atravesamos un enorme polígono industrial que da fe de ese espíritu emprendedor y empresarial que envuelve a toda la población. A un lado quedaban las casas solariegas, marqueses y jesuitas de otros tiempos, ahora recorríamos un entramado de naves industriales que constituyen el motor de la nueva Villafranca donde, a mi entender, se ha sabido fundir, con respeto mutuo, tradición con modernidad.

 

Francisco Javier Hurtado Sáez 

Febrero 2023



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