LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (IV)

                                         LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (IV)


IV


Apenas pasaron dos días desde que Elisa fue en busca de los muestrarios cuando se presentó Juan en su casa cargado con dos paquetes de considerable tamaño. Ella misma abrió la puerta, pidiendo al chico que pasase al interior de la vivienda, su madre no estaba en casa, había salido de compras, como de costumbre, y tardaría en regresar. Podían ver despacio los catálogos para intercambiar opiniones antes de decidir qué género elegiría. Juan, desconcertado, no alcanzaba a entender que una chica como la que tenía delante, la hija de su jefe, le diera todo tipo de explicaciones. Lo había recibido vestida con una ligera bata de estar en casa, haciéndole pasar hasta la salita que ya conocía, el joven empleado se sentó justo en el borde de un cómodo sillón, cargado con los dos voluminosos libros de muestras. Elisa le pidió que esperase allí un momento y desapareció. Durante su ausencia, Juan observaba la habitación donde estaba. La estancia parecía inundada por la cálida luz del mes de mayo que entraba por la amplia ventana de la sala, los muebles desprendían destellos en la luminosa pieza: el sofá, los sillones, la mesita baja, una especie de aparador donde se mezclaban algunos libros con adornos de cerámica coloreada con vistosos motivos y una fotografía de alguien desconocido para el joven. A cada lado de la ventana colgaban de la pared dos cuadros que contenían unas extrañas pinturas, no representaban a nadie ni ninguna escena, pero que inevitablemente atraían la mirada de Juan probablemente por su colorido o, pudiera ser, por las extrañas formas que su autor había conseguido, o tal vez porque era la primera vez que veía ese tipo de pintura. Por encima del sofá había un solo cuadro, de mayor tamaño que los anteriores, con figuras de mujeres sentadas sobre la arena de una playa, unas con traje de baño, otras no llevaban ropa. El joven nunca había visto imágenes semejantes. No pudo frenar su imaginación que iba de las figuras del último cuadro que estaba observando al cuerpo de Elisa. Comenzó a sentirse incómodo, era un extraño en ese mundo desconocido para él, deseaba salir de esa habitación, marcharse de esa casa cuanto antes.

Cuando entró Elisa desapareció su angustia, habían pasado quince o veinte minutos. Entró vestida con un ajustado pantalón rojo cereza que no le llegaba a los tobillos y marcaba su estrecha cintura, una sugerente blusa blanca y unas zapatillas de tela a juego con el pantalón completaban su sencillo atuendo. Se había arreglado el pelo, con un fino pañuelo rojo, a modo de diadema, que destacaba sobre su cabello negro. Desprendía una fresca y ligera fragancia sólo perceptible a su alrededor. Le indicó que irían a otro lugar de la casa más cómodo para ver las telas con tranquilidad. Elisa condujo a Juan hasta su cuarto, una vez más se sintió fuera de lugar, Juan desconocía que existieran viviendas con habitaciones tan espaciosas, con muebles de tan perfecto acabado y una decoración que añadía color a la ya de por sí refulgente estancia. La chica se sentó sobre la cama, indicando a Juan que se colocara a su lado para ayudarla a elegir juntos la tela más apropiada. Apenas si podía respirar sentado junto a Elisa. Le dijo que utilizaría su nueva prenda para ir a clase, a la Universidad, donde había comenzado ese mismo año a estudiar Medicina, necesitaba que le hiciera alguna sugerencia sobre el tipo de tela, colores y el corte más apropiado. A partir de ese momento, el joven comenzó a reaccionar sorprendiendo a la chica con su criterio profesional en ese ámbito. Sus palabras habían dejado atrás el balbuceo monosilábico anterior. Le daba su opinión sobre el colorido y la textura del tejido, de acuerdo con el uso que le iba a dar, debía tener en cuenta el color de su pelo, de su piel, más bien clara, no hizo alusión al torso al hablar del corte o modelo, pero sí mencionó sus hombros rectos, habló de sus manos de dedos finos lo que requería una manga que las pusiera de relieve. De vez en cuando, de manera espontánea, o al menos así lo creía Juan, coincidían las de ambos sobre las muestras de tela, rozándose un instante, desencadenando en el chico una ola que recorría todo su cuerpo. Elisa tampoco era ajena a esos casuales encuentros. Preguntaba una y otra vez, él respondía siempre mirando a sus ojos negros. La sencillez y naturalidad de sus respuestas, incluso cuando mostraba desacuerdo con su opinión, comenzaron a tejer una tela de araña en la que empezaba a enredarse. Juan ya no se consideraba un extraño en aquel lugar, sólo veía a Elisa sentada a su lado, todo lo que le rodeaba, simplemente, no existía. A veces, apenas sin darse cuenta, sentía su rodilla junto a la de ella, le llegaba su voz cristalina, ahora con un tenue tono que le acercaba aún más a ella. Se había detenido el tiempo. Juan no sabía entonces que se estaba abriendo un camino inesperado en la monotonía de su existencia. Tampoco sabía que su iniciativa comenzaba a despertar. Por primera vez siente la necesidad de plantearse objetivos más elevados, ir más allá de la mera contribución al sostenimiento de la casa familiar como estaba haciendo hasta ahora.

Elisa había comenzado ese mismo año sus estudios en la Facultad de Medicina, ella había elegido su propia carrera, pero el curso estaba acabando y había descubierto que aquella no iba a ser su profesión. La había elegido porque iba a cursar los mismos estudios que el chico con el que salía entonces. A su padre le pareció bien la elección tanto del chico como de la carrera. Era el hijo de un conocido suyo, bien situado en la esfera de los negocios que se fraguaban en el entorno en que se movía Víctor. Qué mejor carrera que esa. Si quería estudiar Medicina él no le iba a quitar ese capricho a su hija. Su madre no fue tan condescendiente. En su opinión el pretendiente de Elisa no encajaba con su manera de ser, su carácter serio, poco dado a salir de casa si no era para ir a clase, con dificultades para las relaciones sociales más allá de su familia, nada tenía que ver con la espontaneidad de ella. Elegir una carrera porque era la misma que estaba cursando su amigo no le parecía un buen criterio, nunca antes había mostrado interés por la medicina, por el cuidado de enfermos o por la sanidad. No veía con claridad que la elección hubiera sido acertada.

Durante el último trimestre, cuando los exámenes finales comenzaron a requerir a su amigo más tiempo de dedicación, Elisa tomó distancia de él y de los estudios, acabó abandonándolos a inicios de ese tórrido mes de mayo. A él le planteó que tenían que dejar de verse, comprendía que estaba muy comprometido con sus libros y apuntes lo que no le dejaba mucho tiempo para estar con ella. No tenía nada que reprocharle, pensaba, quizá fuera ese precisamente el motivo de su ruptura: su bondad y su incapacidad para oponerse a sus deseos, aunque fueran caprichosos o carecieran de sentido; ella necesitaba otros alicientes muy distintos de ese buen hacer que le caracterizaba, necesitaba que las personas de su entorno le provocaran la tensión suficiente como para alejarse de la cómoda posición en la que vivía y experimentar nuevas situaciones. A principios de ese mismo verano, ya había concluido su relación con él.


Juan no había vuelto a ver a Elisa, Higinio encargó a la única empleada del taller que fuera a casa de Don Víctor para tomar las medidas para la confección de la ropa de su hija y, más tarde, para que le hiciera la primera prueba. Pasaron tres semanas sin verla, sin saber nada de ella, no podía preguntar a su compañera del taller, no tenía confianza suficiente con ella, además, despertaría más que la sospecha, la curiosidad de los que allí trabajaban. No encontraba la forma de volver a verla. Estando al borde de la desesperación, el encargado de la tienda le llamó para que fuera a casa de los Morales a entregar la prenda ya acabada. Visiblemente nervioso preguntó que cuando tenía que ir. Esa misma tarde se presentó en casa de Elisa, al abrir ésta la puerta se podía escuchar la voz de Carlos Gardel que Juan empezaba a reconocer: … Ella aquieta mi herida Todo todo Se olvida… Su extrañeza había desaparecido. Al ver aquellos ojos negros, un brillo cegador se encendió en los suyos, no podía abrazarla, aunque ese era su deseo, no podía decirle cuánto la había echado de menos esas semanas sin saber nada de ella, no podía hacerle saber lo que sentía en ese momento. Elisa se acercó hasta él, separados sólo por el paquete que traía Juan, entendió el intenso instante que estaban viviendo y le dio un beso en la mejilla. Juan, sorprendido, se dejó caer el paquete que traía, le pidió disculpas por la torpeza y ella le hizo pasar al interior de la vivienda, quitó la funda en la que venía envuelta la prenda y se la probó. Le preguntó si le gustaba como le quedaba y Juan, acercándose a ella, besó suavemente sus labios. Ahora sí se atrevió a decirle que la había echado mucho de menos todo ese tiempo que había pasado sin tener noticias de ella, también le dijo que se sentía inmensamente feliz desde que le abrió la puerta, que deseaba estrecharla entre sus brazos y no separarse nunca de ella. Su aturdimiento inicial se desvanecía, una vehemente atracción hacía que brotasen palabras que nunca hubiera podido imaginar en sus labios.

Elisa, por primera vez, sentía su voluntad descontrolada, deseaba dejarse llevar por ese viento fresco que acariciaba sus sentimientos en aquella calurosa tarde del mes de junio, a la vez, se veía amenazada por una extraña sensación de volar hacia un territorio desconocido para ella, ese chico atractivo, tímido y presumiblemente fácil de manejar que vio hacía poco más de dos meses iba apoderándose de espacios que, hasta ahora, no había permitido traspasar a ninguno de sus acompañantes. Estaba descubriendo un paraíso muy diferente al que habían construido sus padres para ella en el que se sentía segura para tomar el camino que ella decidiera, conducir a su antojo a quienes se acercaban a ella, manipular y deshacerse de aquellos que no encajaban en sus juegos. Elisa no había experimentado hasta entonces el deseo irrefrenable de querer estar con otra persona, de escuchar, de recorrer con la mirada cada gesto, cada movimiento del otro, de sentir el contacto con su piel.

La tarde del último sábado de aquel mes de junio volvieron a encontrarse. Elisa había propuesto que quedarían en la puerta del cine Imperial después de que saliera Juan de su trabajo. Proyectaban la película El crimen de la calle Bordadores. Al salir, Juan comentó a Elisa que aunque la película no le había gustado especialmente, se había entretenido con la trama del asesinato de aquella chica, las sospechas sobre tres personas tan diferentes, entre ellas su prometido, el romance entre el pretendiente de la asesinada con una joven y atractiva vendedora de loterías que resultó ser otra de las sospechosas, la criada que también tenía buenas razones para haber cometido el asesinato. Me gusta el cine de intriga, le decía Juan. Ella reconoció que también había estado absorta toda la película, aunque le hubiera gustado otro final, tal vez, menos trágico. Habían disfrutado de la velada, para el joven suponía una experiencia que difícilmente olvidaría, por primera vez iba al cine con una chica, con la chica que le estaba abriendo nuevos caminos que él iba a recorrer a cualquier precio. Se había enamorado de ella, sabía que con ella podría alcanzar cualquier meta que se propusiera, le transmitía seguridad y confianza en sí mismo. Comenzaba a plantearse como salir de su situación personal para estar a la altura de ella, o al menos para no defraudarla. El mundo de Elisa quedaba muy lejos de su propio mundo. Distanciarla de allí sería difícil, si no imposible, estaba acomodada en un territorio en el que podía conseguir todo aquello que pudiera desear. Alejarla de esa zona de confort supondría ofrecerle una alternativa que, al menos, sirviera de remedo para las necesidades a las que estaba acostumbrada. En su situación, conseguir dar ese salto sólo podría ocurrir en sueños, y él no era un soñador.

Estaba equivocado, ella también se había enamorado, no se hacía ese tipo de planteamientos que tanto le preocupaban a él. Sólo necesitaba tenerlo cerca y sentirse querida, deseada, amada. Vivía el momento presente con intensidad, no hacía planes para el futuro, ni siquiera el inmediato. Sus decisiones las tomaba de forma intuitiva, y pocas veces se equivocaba, así había logrado que el universo, su universo, girara en torno a ella, sólo Juan había conseguido frenar aquella imparable marcha que la había llevado a alcanzar el éxito en todo cuanto deseaba, pero ahora se daba cuenta de que sólo eran pequeños triunfos que apenas dejaban rastro, sin ningún valor. Estaba descubriendo la trascendencia de la sinceridad, del empeño necesario para alcanzar lo que está lejos de nuestras posibilidades, de la necesidad de mantenerse firme ante las cambiantes y, a veces, difíciles circunstancias que nos envuelven, el rechazo a la hipocresía que observaba a su alrededor, en su propia casa, en la relación entre su padre y su madre. Todo esto era nuevo para ella, se lo estaba transmitiendo Juan con su actitud, con su conducta, en ocasiones, con sus palabras.

Una semana después se encontraron de nuevo. Elisa estaba a punto de irse de vacaciones con sus padres. Salieron a pasear por el Retiro, el arbolado del parque apenas mitigaba el sofocante calor de principios del mes de julio a pesar de que la tarde iba declinando. Se sentaron en un banco desde donde se podía ver el viejo ahuehuete, testigo de los mil amores y otros tantos desamores declarados ante su centenaria presencia. Fue el momento de anunciarle su próxima partida, había dejado pasar el tiempo desde que se encontró con Juan. Me va a costar no poder verte durante un mes, ahora que puedo estar contigo al menos una vez a la semana, tendremos que estar separados por un tiempo. Te escribiré cada semana, mis cartas me sustituirán mientras permanezca en Blanes, no es la mejor solución pero al menos continuaremos estando unidos a pesar de la distancia. El chico no tenía opciones, aceptó la situación tal como se presentaba, ni siquiera se cuestionó si debía pedirle que se quedara. Muy poca gente podía disfrutar de unas vacaciones en la playa, él deseaba lo mejor para Elisa y no pasaba por su mente hacerla dudar ante algo que pudiera resultar un disfrute para ella. La luz del atardecer se colaba entre las hojas de la arboleda, parecían recobrar su brillo natural después de haber soportado el rigor de un sol implacable que las hacía languidecer. Les quedaba poco tiempo para estar juntos antes de la partida, se sucedían caricias y besos, cada momento con más intensidad, olvidándose de la inminente separación, o precisamente por ese motivo cada vez eran más apasionados. Se despidieron en el portal de casa de la chica. Ya estoy deseando regresar y todavía no he salido, le decía a Juan. Estaré esperando tus cartas, pero a quien estaré esperando de verdad es a ti.

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