EL PASEO ALTO


 

 

                                                                                            PASEO ALTO (Cáceres)

                                                                                            11 de mayo de 2023


El pasado domingo estuve recordando, al hilo de una conversación sobre restos arqueológicos, la existencia en mi memoria de una “cueva” situada en la zona norte del Paseo Alto, el primer parque público con el que contó la ciudad de Cáceres, creado a mediados del siglo diecinueve. Mis recuerdos de infancia situaban la caverna en una finca que llamábamos “la cerca de Guerrero” y tomábamos como referencia para llegar hasta ella un antiguo polvorín que nos servía para trazar visualmente una línea recta hasta el lugar donde se encontraba nuestra gruta.

Las imágenes del lugar se conservan en mi memoria tan nítidas que aún puedo evocar el aspecto de la oquedad, con una entrada estrecha, cegada con piedras y de cuyas paredes arrancábamos pequeños cristales de cuarcita con formas geométricas caprichosas. Las incursiones las llevábamos a cabo el grupo de amigos que vivíamos en la misma calle y constituían una acción arriesgada para nosotros en aquella época, también lo recuerdo, porque entonces, hablo de los años sesenta del pasado siglo, entrar en una finca sin permiso del propietario, aunque sólo fuera para vivir una aventura de niños, podía acarrear serias consecuencias. Yo podía tener por entonces entre nueve y diez años.

Unos días antes de haber mantenido la conversación sobre excavaciones con dos personas conocedoras del apasionante mundo de la arqueología, había pasado en coche muy cerca del lugar que servía para nuestros juegos infantiles. Desde la carretera de circunvalación norte de nuestra ciudad, se puede ver el frontal de piedra donde mi memoria ubicaba la cueva. Estas circunstancias me llevaron a tomar la decisión de realizar una visita al paraje rememorado.

Pero antes de continuar con mi narración, tengo que decir que nací y me crié en un barrio próximo al Paseo Alto por lo que las correrías junto a mis amigos por este lugar eran muy frecuentes, llegando a ser casi diarias en primavera y verano. Conocíamos cada rincón de este parque y sus alrededores, sus árboles, eucaliptos, pinos y encinas en su mayoría, sus peñascos, algunos tenían nombre propio como “el avión”, sus zonas de descanso como la bandeja y la sartén, sus construcciones: la guardería, el depósito, la fuente o el polvorín. Sabíamos que sus límites eran el cuartel de los soldados, la plaza de toros, la finca de los Sánchez y la cerca de Guerrero, aunque hubiera otros límites que ignorábamos entonces.

Hechas estas aclaraciones, que me parecen fundamentales para comprender mi extraordinaria sorpresa durante la última exploración de este paraíso de nuestro esparcimiento en aquellos ya lejanos años de la infancia, continúo con mi relato.

Ahora vivo en una zona de Cáceres que está bastante alejada del lugar de mis expediciones durante la niñez, por lo que fui en coche hasta la plaza de toros con intención de acceder al Paseo Alto por el camino que habitualmente se utilizaba para entrar en este parque, comprobando con sorpresa que estaba prohibido circular a todo vehículo si su propietario no es residente de la zona, lo que me obligó a tomar una calle paralela, asfaltada, que llega hasta la parte trasera del cuartel que aún mantiene el ejército por este lugar. Allí pude comprobar que el acuartelamiento ha quedado reducido a un par de pabellones, el resto de edificios, patios y garajes que yo había conocido, han desaparecido y en su lugar ha crecido una nueva urbanización en la que viven empleados, trabajadores, funcionarios y pequeños empresarios de nuestra ciudad. En una de sus calles dejé el coche y me fui dando un paseo en busca de la cueva hasta llegar a lo que llamábamos la bandeja.

Este último lugar, llamado así por su forma rectángular y su pavimento completamente llano, mantiene su trazado exactamente igual que cuando lo conocía hace ya mucho tiempo. Sólo han cambiado las farolas del centro de este espacio y el suelo de tierra que ahora presenta, en determinadas partes, un empedrado de pequeños rollos blancos y negros. También se conserva en muy buen estado la barandilla de hierro construída, tengo entendido, en 1866 y que sirve de cerramiento, a la vez que de respaldo al largo asiento de granito de cada uno de los dos lados mayores del rectángulo. De fondo, la ermita de los Mártires, que se mantiene con buen aspecto exterior, fruto de algunas reparaciones que se le han debido de hacer recientemente. Frente a la ermita, en el lado opuesto del rectángulo, eché en falta una vieja caseta de madera, pintada de verde, donde el guarda del parque y su mujer despachaban en verano refrescos, y no sé si cervezas, a quienes iban huyendo del desmedido calor de las noches de julio y agosto en Cáceres, encontrando aquí un lugar más fresco, seguramente por estar en un alto y por pasar cerca el arroyo de Aguas Vivas. En esta reciente visita pude ver cómo en el lugar donde estaba la desaparecida caseta crece un pequeño jardín de plantas aromáticas y ornamentales, bien cuidado, por cierto.

Continué mi paseo en dirección a la cueva por el camino que sirve de separación entre el parque y lo que llamábamos la finca de los Sánchez, donde recuerdo haber visto siempre vacas pastando. Hoy sólo se puede ver una hilera de viviendas unifamiliares en el borde superior de ese predio, las vacas han desaparecido. Siguiendo ese camino de tierra, pasé por una casa que siempre me había parecido enigmática, no podría explicar por qué. Ahora una de sus fachadas laterales está decorada con vistosas pinturas que reproducen lugares conocidos de nuestra ciudad y provincia.

Llegué a la altura del polvorín. El exterior de este singular edificio presenta un elevado muro con cuatro garitas de vigilancia de bóveda semiesférica, cada una de ellas situada en las esquinas del cuadrado de su planta. Las paredes están pintarrajeadas con abundantes grafitis que afean tan curioso edificio, construido, también, alrededor de mil ochocientos cincuenta para almacenar los explosivos de la ciudad de Cáceres, aunque fue utilizado para otros fines posteriormente, pasando por último a ser la casa del guarda, que en aquellos años se llamaba Jerónimo, quiero recordar.

Detrás del polvorín se encuentra la casa de Guerrero levantada dentro de su finca, en un lugar privilegiado con vistas a la inmensa penillanura que acoge pueblos como el Casar de Cáceres, Hinojal, Santiago del Campo, Santa Marta de Magasca, entre otros, hasta llegar a las tierras de Trujillo. Desde sus ventanales, se disfruta de una hermosa panorámica de la Sierrilla situada al norte. La cerca de Guerrero se encuentra separada de un olivar contiguo por una estrecha franja de terrero utilizada como servidumbre de paso que comunica el Paseo Alto con la antigua carretera del Casar. Paralelo a esta carretera corre, a la salida de Cáceres, el arroyo Aguas Vivas que en otro tiempo ha proporcionado agua, al menos, para conocidos lavaderos: el de la Madrila situado en el actual parque del Príncipe, el de Aguas Vivas y el de Beltrán ubicado, este último, a la salida de nuestra ciudad. Los relatos sobre lavaderos y lavanderas constituyen parte del acervo de tradiciones de nuestra ciudad, por lo que no voy a entrar en detalles ahora.

En la margen izquierda de este riachuelo, recuerdo un extraño edificio que no se parecía en nada a las casas bajas, de una sola planta, que había en todo barrio. En su fachada, notoriamente más alta que el resto de viviendas de su entorno, se abrían ventanas altas, alargadas, con postigos formados por estrechas bandas metálicas. Era la fábrica de hielo. Su producción se presentaba en forma de duras barras blancas de hielo de considerable tamaño, se repartía por las calles de Cáceres, transportándose en un carro tirado por una mula (o mulo, no lo sé) el conductor del carro voceaba su mercancía saliendo las mujeres a la puerta de sus casas a comprar un trozo del frío género para colocarlo en el cajón de la nevera. Me viene a la memoria algún pasaje de Cien años de Soledad al recuperar estas escenas que aún se mantienen vívidas entre mis recuerdos. Este ingenio que llamábamos nevera fue el antecesor de los actuales frigoríficos, cuya apariencia externa era similar a los primeros refrigeradores de línea blanca, su interior estaba forrado de una chapa de cinc para mantener el frío, tenían bandejas en las que se colocaban los alimentos, similares a las que actualmente tienen nuestros frigoríficos, cerrándose herméticamente con una puerta. En la parte más baja tenían un cajón, también forrado de ese mismo material, donde se depositaba el trozo de hielo adquirido hasta que se derretía, hecho que obligaba a vaciar el agua del cajón y comprar otro pedazo al señor del carro cuando pasaba por la calle. En mi casa hubo una nevera que fue desplazada por el primer frigorífico que tuvimos, un Eurobell de 1960. Con esta innovación, la nevera pasó a desempeñar el papel de mueble para conservar mis tebeos, aventuras del Capitán Trueno, El Jabato y Hazañas bélicas, en lugar de conservar alimentos frescos.

Este curioso imaginario desfiló por mi memoria cuando estaba junto a la casa de Guerrero. A sus pies y en línea recta desde el polvorín se encontraba la cueva de nuestros antiguos juegos. Recuerdo con claridad que accedíamos a la cerca por la pared situada en la franja de terreno que unía el Paseo Alto con la carretera del Casar. Saltábamos el muro y nos acercábamos con sigilo hasta la oquedad para no ser vistos desde la casa situada por encima de nosotros. Una vez llegados a nuestro escondite nos encontrábamos con la entrada taponada con grandes piedras, entonces nos parecían grandes piedras. No tengo imágenes muy precisas sobre nuestra manera de entretenernos allí, pero sí recuerdo las especulaciones que hacíamos acerca de la longitud de la cueva a la que nunca pudimos acceder. Para algunos de nosotros llegaba hasta el polvorín situado un poco más arriba, otros compañeros de expedición aseguraban que se extendía hasta las minas de Valdeflores, en la ladera de la Montaña. Las opiniones eran muy dispares, nuestra fantasía no tenía límites.

En mi reciente paseo, recorriendo estos memorables lugares de mi infancia, llegué hasta la cerca, salté la pared por el mismo lugar por el que la había saltado tantas veces hacía más de cincuenta años, ahora con más dificultad, claro está, me dirigí hacia la buscada caverna, tracé visualmente la línea recta con el polvorín y lo que encontré fueron los restos de una pequeña cantera que, probablemente, se excavaría para extraer la piedra con la que está cercada toda la finca.

La cueva no existe. El mito de mi infancia se desmoronó al comprobar la siempre reveladora realidad. También es cierto que hubiera preferido mantener en mi memoria el recuerdo de aquel lugar inaccesible, maravilloso para nosotros, que sólo el hecho de llegar hasta él ya suponía correr una verdadera aventura. Pasados todos estos años, inevitablemente quería relacionar esta experiencia con el Mito de la caverna, de Platón, o con el viaje de Ulises, en la Odisea, pero me he quedado lejos al tratar de encontrar suficientes puntos para fundamentarlo.

Desencantado porque, soy sincero, esperaba encontrar algo parecido a una oquedad en aquel desnivel del terreno, me volví, invadiéndome cierta aflicción, y llevado por la añoranza de aquellos lugares de esparcimiento durante aquella etapa de mi vida, decidí recorrer otros rincones evocados en mis recuerdos.

Subí hasta la fuente, la encontré rodeada de los mismos pinos que ya conocía desde hacía muchos años. Como novedad, comprobé que se han plantado algunas madroñeras entre ellos y que, en sus aledaños, se ha construido un empedrado de forma circular flanqueado por cuatro bancos. Continué mi ascensión hasta la sartén, situada sobre un antiguo depósito de agua, con sus viejas encinas alrededor que ya existían largos años atrás, en una de sus esquinas se ha construido una caseta que abre al público en primavera y verano, donde se sirven raciones, tapas y bebidas a partir del anochecer. Me acerqué hasta la peña que llamábamos el avión, comprobando que su altura no va más allá de un metro setenta, aunque para nosotros resultaba difícil escalar hasta su cumbre y sentarnos en ella como si fuéramos pilotando una auténtica aeronave.

Bajé por un pequeño terraplén, donde continúan las mismas encinas dispersas de antaño, hasta llegar al camino de tierra que bordea este paseo por su parte noreste. Me detuve a contemplar el espectáculo de nuestro estepario paisaje que, como un abanico, se abre desde la Sierra de la Mosca, y la Sierrilla, perdiéndose en el horizonte hasta las sierras de Cañaveral, el Puerto de los Castaños y Jaraicejo.

Siguiendo este camino de tierra me dirigí al lugar donde había aparcado mi coche para regresar a casa. Lo dejé en una de las calles de la nueva urbanización construida en los terrenos que habían formado parte del cuartel del ejército como ya he dicho. Allí, desde lo alto me detuve un tiempo para no dejar en el olvido a aquellas ciento noventa y seis personas, entre ellas, más de setenta de la localidad de Navas del Madroño, que fueron fusiladas en las Navidades de 1937 a 1938 en el talud que sirvió de campo de tiro situado más abajo de donde me encontraba.

Mientras el Paseo Alto se había convertido en uno de nuestros lugares favoritos para dar rienda suelta a nuestra imaginación, a nuestras fantasías, y para correr inolvidables aventuras infantiles, éramos totalmente ajenos a la inmensa tragedia que se había desarrollado en su entorno. El silencio y el olvido obligado cubría como una espesa niebla negra que nos impedía ver aquel barranco durante nuestra infancia.

Tras esta reflexión, abrí el coche, me puse al volante y volví a casa entre vehículos, semáforos y algún que otro estridente pitido de claxon.


Francisco Javier Hurtado Sáez

18 de mayo de 2023

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