MIRADOR DE LA MEMORIA, EL TORNO (CÁCERES)

 

 

 

 

 

 

 

                            RUTA POR LOS MIRADORES DEL VALLE DEL JERTE Y DEL AMBROZ

                            Sábado 1 de octubre 2022

                            Juan Luis, Rosario, Marina y yo. Más tarde, Esperanza, Mari y Paco.


Después de un duro e interminable verano en el que el mercurio del termómetro en pocas ocasiones descendió de los cuarenta grados -todavía conservo un termómetro de mercurio en mi casa- retomamos nuestras visitas a lugares en los que se puede respirar una atmósfera mágica, rodeados de una cierta aureola de embrujo que envuelve al visitante, al menos así lo percibo yo. Este es el criterio que seguimos al seleccionar el sitio o paraje al que nos trasladaremos, penetrando en espacios de invisible magnetismo, donde el espíritu del ser humano ha quedado flotando, habitando esos emplazamientos para hablarnos con su silencio del sosiego alcanzado a través del tiempo, sólo perturbado por gentes como nosotros, que vamos a su encuentro, acercándonos curiosos, para experimentar esa sensación de escapada hacia zonas sólo existentes en el imaginario que cada uno posea, percibiendo la caricia seductora de ese imperceptible halo que abarca estos privilegiados lugares.

En esta ocasión abandonamos las llanuras del sur, situadas entre el Tajo y el Guadiana, para aventurarnos hacia las montañas del norte. Elegimos como objetivo el Mirador del Silencio, situado cerca de la localidad de El Torno, en nuestra variopinta provincia de Cáceres, frente a la Sierra de Tormantos. Para terminar la ruta con un final feliz, reservamos mesa en un restaurante de Zarza de Granadilla, un pueblo cercano al Valle del Ambroz.

La mañana comenzó siendo fresca, poco a poco, la temperatura fue ascendiendo, como lo hacíamos nosotros en nuestro vehículo, hasta convertirse en una tarde calurosa de principios de octubre. Partimos hacia Plasencia, la inigualable ciudad de las dos catedrales, refrescada por el rio Jerte y en la que confluyen La Vera del Tiétar, el Valle del Jerte y el Valle del Ambroz-Tierras de Granadilla.

Juan Luis conducía concentrado en la ruta a seguir. Marina y Rosario charlaban durante el trayecto sobre anécdotas del pueblo, pasadas y presentes, poniéndose ambas al día de las noticias locales más recientes e intercalando alguna reflexión sobre la política nacional e internacional, inevitablemente relacionada con el peligroso ascenso de la derecha. Yo apenas intervenía en la conversación, si acaso, para confirmar o puntualizar algún extremo de la charla, pero poco más.

A pesar de la concentración de Juan Luis en la ruta y de mi supuesto conocimiento de las carreteras de la zona, por haber sido lugar en el que desarrollaba mi trabajo apenas unos años atrás, conseguí que pasáramos de largo la enorme rotonda que, antes de llegar a Plasencia, permite tomar la carretera del Valle del Jerte, actualmente llamada carretera Plasencia-Soria y que hasta hace muy poco tiempo era la carretera Plasencia-Ávila.

Subsanado el error en el trayecto, seguimos camino de El Torno por la carretera del Valle, que se dirige a Ávila por Tornavacas y llega, al menos, hasta Soria. Nosotros no hicimos tan largo camino, a pocos kilómetros después de dejar atrás Plasencia, tomamos una desviación a la izquierda y comenzamos a subir por una estrecha calzada, muy bien cuidada, entre innumerables cerezos que aun conservaban sus hojas verdes, esperando el avance del otoño para teñirse de tonalidades rojizas, amarillentas, anaranjadas, marrones y, al fin, caer al suelo, despojándose cada árbol de su vestido natural para que los nuevos brotes puedan abrirse pasados unos meses.

Muy poco antes de llegar a El Torno, después de haber recorrido apenas tres o cuatro kilómetros de subida y ya salpicando a los cerezos algunos robles y castaños, llegamos al Mirador del Silencio, lugar elegido para ubicar el Mirador de la Memoria, justo frente a la Sierra de Tormantos, que antes citaba, y en cuya falda se alinean las localidades de Casas del Castañar, Cabrero y Valdastillas. Para nosotros, viajeros procedentes de nuestros pardos y dorados llanos al sur del Tajo, resultaba todo un espectáculo visual de fondo verde sobre cielo azul impoluto, ni una sola nube manchaba nuestra bóveda.

Ya en el Mirador, nos reciben cuatro figuras humanas, en pie, sobre unas considerables rocas de granito: un anciano, dos jóvenes y una mujer. Todos ellos representan a las víctimas de la barbarie franquista, que lucharon en aquellas sierras por la legalidad atropellada por las hordas fascistas. Víctimas olvidadas durante décadas y que este conjunto escultórico sitúa al borde del precipicio en el que se convirtieron sus vidas durante esos años de enfrentamiento mortal, recobrando así el olvido obligado al que se vieron sometidas durante tanto tiempo.

Frente al dramatismo de las figuras, desnudas sobre las rocas, se despliega un amplio valle, el Valle del Jerte, verdegueando, esperanzador, mostrándonos sus fabulosas riquezas: agua, tierra inundada de cerezos, castaños y robles, cielo azul intenso cubriendo tan generosa y exuberante naturaleza. Ante esta privilegiada vista, el mirador desprende una atmósfera de paz y sosiego, destilando una calma y tranquilidad que arropan a cada una de las imágenes que se yerguen sobre la piedra. Ensimismados y casi sin palabras observamos las figuras y el paisaje. El hechizo se rompe cuando un coche apaga su motor cerca de nosotros, bajándose dos personas, un hombre y una mujer, para acercarse al monumento a la memoria. Nosotros les cedemos nuestros puestos de vigías.

Continuamos ascendiendo hacia El Torno, Juan Luis consigue esquivar con el coche una oleada de motocicletas que bajaban en tropel desde lo alto de la sierra. Pasado el pueblo, se multiplican los robles y castaños que ganan terreno sobre los cerezos, nuestra vista se transforma en una paleta con todos los tonos verdosos de tan frondoso paisaje. Aparece una señal al borde de la carretera indicando la localización de un árbol singular, es el roble de Romanejo. Paramos, bajamos de nuestro vehículo dispuestos a admirarlo y, cómo no, a tomar unas fotografías. Nos acercamos a una pared de piedra que distaba unos pocos metros hasta el árbol, desde allí un enorme roble aparecía ante nuestra vista. De buen porte, grueso tronco, considerable altura, con su abundante ramaje que procura acogedora sombra a sus pies. Mientras Marina, Rosario y yo comentábamos los cuidados que requería un ejemplar de tales dimensiones, Juan Luis nos sorprende a nuestra espalda: ese no era el árbol singular. El roble de Romanejo está al otro lado de la carretera. Efectivamente, nos dimos la vuelta y, sin lugar a dudas, teníamos de frente el ejemplar que estábamos buscando.

Cruzamos la estrecha carretera, entramos en el cercado donde se levanta el viejo roble, rodeado de una valla protectora de madera, inmenso, conservando su gran envergadura a pesar de los años, sus ramas extendidas solicitando el abrazo de las miradas de los visitantes, una de ellas, la más baja, apoyada en un soporte, como si fuera un cayado, construido para poder mantenerse en pie. Este roble centenario despierta nuestra admiración, nuestro respeto y veneración. De su altivez, vencida al cabo de los años, se desprende un aroma de serenidad, sosiego y humildad. Roble venerable, ejemplo para nuestra especie de cómo el más fuerte es capaz de regalarnos sencillez, armonía y paz para los que nos cobijamos bajo su generosa sombra. Nos despedimos del vetusto roble con todo nuestro respeto y nuestra admiración.

Continuamos nuestra ascensión hacia Cabezavellosa, pequeño pueblo situado en la parte más alta de la sierra, con vistas al valle del Jerte y al Valle del Ambroz. En sus alrededores se levanta el cerro del Búho, junto a la ermita de la Virgen del Castillo. Nos habían informado de la existencia de un mirador junto a la ermita, pero no nos habían dicho que para llegar hasta el mirador había que subir caminando un tramo con una pendiente bastante pronunciada, con un firme que requiere un calzado adecuado. A pesar de ello, y con paciencia, recorrimos el trayecto rodeados de pequeños robles y grandes castaños.

Llegamos al mirador, una construcción metálica que a mí me pareció una disrupción angulosa impuesta a un entorno natural, montaraz y silvestre. En un ejercicio de atrevimiento, subimos al elevado balcón de hierro que se asoma a tan extenso paisaje. De este a oeste pudimos ver el Valle del Ambroz, las Tierras de Granadilla y el Valle del Alagón. En el horizonte, las Hurdes y Sierra de Gata. Marina y Rosario se atrevieron a llegar al extremo del mirador, rematado con un fondo de cristal que aumentaba aún más la sensación de vértigo. Yo las seguía, móvil en mano, para hacerles la obligada fotografía en tan peligroso lugar para mí. A pesar de mi terror a la altitud, conseguí un buen recuerdo de ese momento. Mientras tanto, Juan Luis recorría los dos ramales del mirador como si estuviera dando un tranquilo paseo por las nubes, disfrutando de las alturas como si fuera un águila sobrevolando su presa. Cumplidos nuestros objetivos fotográficos y pasados mis momentos de pánico, iniciamos el descenso, con el pie en tierra firme. Al llegar cerca del lugar reservado para aparcar los vehículos, pudimos detenernos ante un magnífico castaño, cuyas dimensiones yo diría que superan las del viejo roble de Romanejo, aunque no esté catalogado como árbol singular.

Impresionante la travesía por los montes de Tras la Sierra, desde la carretera del Valle a las Tierras de Granadilla por Cabezavellosa. Un auténtico disfrute para nuestra vista y, sobre todo, para nuestro espíritu, que hace sentir la naturaleza como una extensión de nuestra humanidad.

Pero, se acaba el idilio, volvamos a la realidad, tras recorrer pocos kilómetros por la estrecha carretera local, desembocamos en la autovía A-66, para dirigirnos a Zarza de Granadilla, a un restaurante recientemente abierto, conocido en toda la región porque uno de sus propietarios se ha formado en los fogones de Martín Berasategui. Y es que además de tratar de reconocer nuestra esencia más profunda, me gusta, nos gusta, aliñar cada visita con una buena comida. En el restaurante nos esperaban Esperanza, Mari y Paco. En esta ocasión degustamos un menú con varios platos, cada uno de ellos de esmerada elaboración y vistosa presentación, aunque para mi torpe cultura culinaria, escasos en cantidad. Eso sí, regados con un buen vino de nuestra incomparable tierra, que, como en otras ocasiones, eligió Paco.

Finalizamos la ruta visitando Granadilla. Un pueblo que tuvieron que abandonar sus habitantes debido a la construcción del pantano de Gabriel y Galán, cuyas aguas podrían anegar algunas zonas del pueblo. Actualmente se están rehabilitando sus viviendas a través de un programa educativo de recuperación de pueblos abandonados. Mientras nuestros acompañantes incorporados durante la comida se dirigieron directamente a Granadilla, nosotros después de un nuevo despiste, tomamos la carretera que va a Guijo de Granadilla, localidad donde vivió el poeta José María Gabriel y Galán. Tras un amplio rodeo, volvimos a Granadilla para reunirnos con el resto del grupo y emprender el regreso a casa.

Francisco Javier Hurtado Sáez

Cáceres 12 septiembre 2022


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