LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (I)

             

                                        LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (I)

                                                    

                                                                 PRIMERA PARTE


                                                                                 I


Sentado al sol en una silla baja de enea, en la calle, una calle empedrada con aceras de cemento cuyo borde sirve a los chicos de pista para hacer carreras de chapas conseguidas en el suelo de algún bar del barrio, adornadas con la fotografía de los ases del fútbol o del toreo, cubiertas con un trozo de cristal hábilmente redondeado en la reja de alguna ventana para que encaje en el interior del tapón metálico. Un grupo de niños juega provocando un estrepitoso alboroto: discuten, se empujan, gritan algunas palabras soeces. De vez en cuando uno de los chicos echa una mirada rápida a Juan el sastre, vuelve su vista al revoltijo de muchachos y continúa con sus juegos. El hombre está sumido en su tarea, inmutable, tal vez por su mente estén pasando imágenes de tiempos mejores, ya postergadas, o quizá esté inmersa en oscuros recuerdos de épocas difíciles, duros episodios que vuelven día y noche. Tal vez se concentra en su sencillo trabajo para escuchar de nuevo El día que me quieras de Carlos Gardel que obsesivamente se cuela en su cabeza. Quizá ni siquiera esté oyendo el ruido de los niños, la algarabía no parece que llegue a sus oídos.

Tiene sobre sus piernas una prenda de vestir, probablemente un viejo pantalón al que trata de hacer algún arreglo, en ningún momento levanta su mirada de la costura. La cabeza baja, ya sin pelo, unas gafas de cristales redondos engastados en una montura de pasta de color indefinido, entre marrón y gris, interrumpen su alargada cara, sujetas a una nariz prominente y recta, apoyadas en unas orejas grandes de donde emergen sendos matojos de pelos negros y grises. Su aspecto decrépito le confiere la figura de un anciano, pero no lo es.

Ajeno a las maniobras de la chiquillería prosigue, ensimismado, su tarea hasta que uno de los muchachos, el mismo que antes lanzó su mirada vertiginosa sobre él, gritó: ¡Vamos a por el sastre! En ese momento Juan se levanta de su silla, todavía ágil, con energía tira al suelo la prenda que sostenía entre sus rodillas y grita unas incomprensibles palabras a los niños que salen corriendo en desbandada.

Puesto en pie tiene una figura quijotesca: marcadamente delgado y alto, viste una camisa que en algún momento podría haber sido blanca, recogida en unos pantalones oscuros, de color gris con brillos dispersos por su superficie y un curioso remiendo azul marino a la altura de la rodilla, sujetos por unos tirantes que le subían la cintura hasta bien por encima de los riñones. Calzaba unas zapatillas de tela gruesa a cuadros, una de ellas, la del pie derecho, presentaba un orificio en la parte delantera justo donde se adivina que podría estar la uña del dedo gordo.

Juan vive en una vieja casa de dos plantas, como casi todas las de esa calle, aunque hay algunas que sólo tienen una planta baja y un corral. Dicen que la vivienda es suya y que vive del alquiler de la planta baja, pero eso nunca supimos si era cierto, tampoco supimos de qué vivía. Abajo se aloja un matrimonio con sus dos hijas y un hijo. El padre trabaja en la construcción, la madre en casa, la mayor de las hijas, de unos catorce o quince años, va a una casa a limpiar y cuidar de los niños, trabajo por el que recibe semanalmente una propina y algún trozo de embutido, galletas o ropa usada para su madre. La hija más pequeña y el hijo van a la escuela.

Juan lleva muchos años ocupando la primera planta, nadie en la calle recuerda cuándo llegó a esta casa. Se accede a su vivienda por unas escaleras que arrancan desde la planta baja, por lo que sus vecinos pueden conocer sus salidas y entradas en casa, pero es muy probable que ese asunto no les interese demasiado, tienen otras preocupaciones más inmediatas. Al finalizar las escaleras, arriba a la derecha, hay un cuartito estrecho, se exageraría si se dijera que medía dos metros cuadrados, con una oquedad en la pared, a modo de ventanuco, que da a la calle y por donde entra un atisbo de luz, hay un extraño agujero redondo en el suelo donde Juan hace sus necesidades fisiológicas; un cubo con agua y un trozo de alambre en forma de gancho del que cuelgan trozos de hojas de periódico amarillentas completan la disposición del cuartito.

A la izquierda se abre la puerta de entrada a la casa. Una habitación más bien pequeña sirve a la vez de comedor y cocina, en uno de los laterales hay un antiguo fogón sobre el que se ha colocado un infiernillo de petróleo, junto al fogón, un fregadero de piedra con un seno, por encima, en la pared sobresale un grifo, a su izquierda cuelga un escurreplatos de madera. Un baño de cinc sirve para colocar la vajilla sobrante, si es que se le puede dar ese nombre a sus desvencijados utensilios. En el centro de la habitación hay una mesa-camilla con una silla de enea, la camilla está cubierta por un raído mantel de plástico con el mapa de España, otras tres sillas están pegadas a la pared. En un rincón se puede ver una máquina de coser y junto a ella la pequeña silla en la que se sienta Juan cuando baja a la calle a arreglar sus prendas. Al otro lado de la máquina de coser se ve un pequeño cesto de mimbre que contiene ropa revuelta. Por encima, sobre la pared, un calendario con la imagen de un cuadro de Julio Romero de Torres en el que aparece pintada una de sus conocidas mujeres adorna la estancia.

De la cocina-comedor se pasa al dormitorio, una alargada habitación en la que hay una cama estrecha, de metal niquelado, con colchón de lana, como se deduce observando la superficie irregular que presenta la colcha. En la cabecera, un crucifijo acompaña las noches de Juan, a sus pies, un lavamanos de madera con jofaina, jarrón y espejo. Una pastilla desgastada de jabón y una maquinilla de cuchillas de afeitar en la repisa del lavamanos, una toalla sucia cuelga de uno de sus laterales. Del techo de la habitación pende un cable trenzado acabado en una bombilla.

Cada día Juan se levanta temprano, al menos eso dicen sus vecinos, los que viven en la planta baja, se oye como manipula el puchero del café y la taza esmaltada blanca con el borde azul, tras estos primeros sonidos de la mañana, reina un silencio monástico en el piso de arriba. No sabemos que hará Juan durante ese tiempo, probablemente esté haciendo la limpieza de su hogar, porque ese es su hogar, no lo olvidemos, puede que esté aseándose, o meditando, ¡vete tú a saber! Pasado un tiempo, tal vez una hora o más, suena el monótono traquetear de la máquina de coser. Cuando cesa el molesto sonido, no se vuelve a oír nada en el piso de arriba. Puede que continúe su labor a mano, o se dedique a preparar la comida, pero ahora no se escucha el ruido de los cacharros de la cocina. Hay días en los que Juan sale a la calle por la mañana en lugar de ponerse a la máquina de coser; lleva una bolsa de tela en la que trae comida. Por la tarde, después de comer debe de echarse a descansar porque vuelve ese silencio monástico de la mañana. Tras la siesta, en primavera y primeras semanas de otoño, es cuando Juan baja con su silla y sus labores y se aplica a zurcir, remendar, coser y demás tareas propias de la que creemos que ha sido su profesión, mientras los niños corretean a su alrededor a la vez que engullen sus meriendas.


Esta es la estremecedora historia de Juan, a quien de niños apodábamos “el sastre”, me la contó un viejo amigo suyo, Ernesto, ya muy mayor, con problemas de movilidad, pero con buena memoria. Estaba internado en una residencia para mayores en Coria, en la provincia de Cáceres, no tenía familia allegada, yo iba a visitar a mis dos tías, hermanas solteras de mi padre, también ingresadas en ese mismo centro. Cada sábado compartíamos el tiempo de mi estancia allí con él. Su relato me ha permitido reconstruir la azarosa vida de ese hombre de aspecto taciturno, pero sobre todo, enigmático, aunque algunos episodios puedan haberse quedado en el olvido.


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