LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (III)

                                            LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (III)


                                                                                       III


La tienda era una simple tapadera bajo la cual se ocultaban otro tipo de actividades más lucrativas que vender trajes hechos a medida. Higinio, su empleado de confianza, era realmente quien controlaba su buen funcionamiento. Solamente contactaba con su jefe si algún personaje de relevancia anunciaba que iría a la tienda para encargar alguna prenda. En esos casos, Víctor acudía solícito a saludar y agasajar al cliente.

Víctor estaba más interesado en otros negocios. Acudía cada mañana a la cafetería “Milán” situada en el mismo paseo que la tienda donde siempre encontraba a algún viejo conocido con el que departir un ratito. De vez en cuando se encontraba con su antiguo amigo Santiago Carranza, propietario de una conocida agencia de transportes de la ciudad y con el que mantenía buenas relaciones comerciales. En el establecimiento sólo permanecía el tiempo suficiente para desayunar y para no llegar demasiado temprano a despachos y oficinas en los que siempre era bien recibido con saludos cordiales que él sabía corresponder con atenciones y, de vez en cuando, con algún detalle, generalmente un “habano” que siempre llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Allí obtenía información y detalles para acometer otras actividades que nada tenían que ver con la confección de trajes y camisas. En la cafetería se hacía coincidir con su socio, Julio Ayllón, más joven que él, siempre luciendo un traje adornado con un clavel blanco en el hojal de la chaqueta y tocado con un pequeño sombrero tipo tirolés, hablaba con un marcado acento argentino, aunque a veces parecía italiano, ese detalle no interesaba a Víctor, sólo le interesaba su buen olfato para detectar un negocio rentable, rápido y sin riesgos excesivos. Julio tenía una especie de oficina en la primera planta de un edificio situado en la calle Prim que desemboca en la avenida donde Víctor tenía su tienda. Era un local discreto, apenas se veía una placa en la puerta del local donde se leía: Julio Ayllón Fellini, y en una segunda línea aparecía su profesión: Agente de la Propiedad Inmobiliaria. Pero no nos confundamos, no se trataba de una agencia inmobiliaria al uso, dedicada a la compra-venta y alquiler de solares, locales y viviendas, las actividades de esta pequeña oficina no se limitaban a los meros trámites comerciales y de gestión administrativa que se anunciaban en la inscripción situada en la puerta. Tenía una empleada que trabajaba en la oficina como secretaria, Elvira, aunque su relación con ella probablemente iría más allá de lo estrictamente laboral, eso tampoco lo sabemos con certeza, pero sí sabemos que los asuntos que pasaban por su máquina de escribir requerían cierta confidencialidad. Víctor y Julio formaban un equipo coordinado de trabajo y como tal tenían distribuidas de facto las tareas específicas de cada uno, el socio nacional asumía las tareas de recabar información sobre posibles negocios, contactar con empresarios de la construcción que le asesoraban sobre la viabilidad de ciertas operaciones, mantener buenas relaciones con altos ejecutivos de un banco que pudiera financiar operaciones inmobiliarias de considerable envergadura, así como frecuentar a los responsables de la nueva administración que le ponían al día de ayudas del exterior para la más que maltrecha economía del país, mientras que el socio foráneo se encargaba de detectar pisos, viviendas o edificios semiabandonados susceptibles de cambiar la titularidad de sus propietarios que habían “desaparecido” sin que las familias hubieran interpuesto reclamación alguna. Elvira se encargaba de hacer las gestiones administrativas de la manera más sigilosa que le era posible.


Juan Manuel llevaba más de un año trabajando en el taller de sastrería de la tienda de Víctor, el oficio que rechazaba en principio comenzó a interesarle, más por las salidas a la calle que tenía que hacer para repartir las prendas confeccionadas que por tener una aguja pegada a sus dedos todo el día. Pronto cumpliría dieciocho años.

A finales del mes de marzo, Higinio le ordenó que llevara a casa de Don Víctor una chaqueta de género confeccionada para su mujer. La familia vivía en la calle Villenueva, no lejos de la tienda, en una espaciosa segunda planta. El portero del edificio detuvo a Juan Manuel, trató de reconocerle, su cara no le era desconocida, pero no acertaba a identificarle; tras someterle a un verdadero interrogatorio: a dónde iba, qué iba a hacer allí, cómo se llamaba... y advertirle de que cuando saliera tenía que comunicárselo, le permitió subir. Llamó al timbre varias veces, nadie abría la puerta. Esperaba que lo hiciera alguna mujer del servicio con su uniforme negro sobre el que imaginaba un delantal blanco, tocada con cofia también blanca. No sabía qué hacer si aguantar unos minutos más o marcharse sin haber podido entregar el encargo. Estando en este dilema, la puerta se abrió. Juan ya no lo esperaba, se quedó absorto, sin voz, sus ojos se iluminaron a la vez que quedaron fijos en los ojos de ella. La chica le preguntó qué quería, Juan apenas pudo balbucear que venía a traer un encargo para Doña Teresa. Elisa, la hija de Víctor y Teresa, paseó sin disimulo su mirada por el joven cuerpo de Juan: delgado, alto, erguido, pelo moreno, grandes ojos castaños, nariz recta, labios gruesos sin exceso, mentón firme. No sabemos que nota obtuvo Juan en tan detallado examen, pero Elisa lo hizo pasar de inmediato al interior de la vivienda.

Pasa, no te quedes ahí fuera. Mi madre estaba esperando que alguien le trajera su pedido, lo necesita con urgencia.

El muchacho, paralizado, apenas podía levantar los pies del suelo. Los latidos de su corazón habían alcanzado una velocidad inusitada, golpeaban sus paredes de tal manera que casi los podía oír Elisa. Su timidez se hacía más evidente frente al desparpajo y la seguridad con la que le hablaba la chica. Ya en el recibidor, la joven no dudó en presentarse a la vez que le preguntaba cómo se llamaba él. Elisa acompañó a Juan desde el recibidor a una salita en la que continuó su examen preguntándole cuánto tiempo llevaba trabajando en la tienda. Le dijo que no lo había visto nunca antes. Que había otro muchacho que era quien les llevaba a casa las confecciones. Juan respondía apenas con monosílabos, a veces no respondía, o respondía con un gesto o moviendo la cabeza. Se oía una canción procedente de otro lugar de la casa, que Juan no la había escuchado nunca antes. Carlos Gardel parecía dirigirse a Elisa: Cómo ríe la vida Si tus ojos negros Me quieren mirar... Mientras se desarrollaba la conversación, más bien monólogo, Juan vivía emociones encontradas, de una parte quería que el torrente de preguntas acabara cuanto antes, pero una fuerza más poderosa le hacía desear que aquella figura que le había travesado su cuerpo como un rayo, no desapareciera. Nunca antes había sido consciente de ese tipo de emociones, ni siquiera había tenido la oportunidad de relacionarse con chicas de su edad en el barrio. En cierta ocasión, cuando trabajaba en el taller mecánico, conoció a una muchacha con la que coincidía en la calle todas las mañanas cuando se dirigía al trabajo. Después de haberse cruzado por la calle diariamente durante semanas, la chica se acercó a Juan para preguntarle si sabía arreglar bicicletas, tenía una muy vieja pero le vendría bien para ir a trabajar en lugar de coger el tranvía. Juan dijo que tendría que ver la bicicleta para saber si podría arreglarla. A la mañana siguiente volvió a cruzarse con la chica, le detuvo y le preguntó cuándo iba a poder arreglar su bici. Juan le contestó que el domingo por la mañana podría echarle un vistazo. Arregló la bicicleta, pero no supo manejar la situación, una mezcla de cortedad y bisoñez dio al traste con una relación, apenas iniciada, que no disgustaba al chico y que sí deseaba la chica. Es probable que la depresión en la que cayó cuando dejó el taller mecánico estuviera más relacionada con la pérdida de contacto con esta chica que con la pérdida del puesto de trabajo.


No habían pasado dos meses desde la entrega de la chaqueta de entretiempo en casa de los Morales. La tarde de un sofocante mes de mayo obligaba a los transeúntes buscar la sombra que dejaban los edificios en las aceras para poder desplazarse de un sitio a otro. Elisa se presentó en la tienda de su padre. Era la primera vez que lo hacía. Higinio no la conocía, al observar su buena presencia, la elegancia de su ropa, y la fragancia con que inundó la tienda al entrar, se dirigió hacia ella. Cuando se presentó como la hija de Don Víctor, el encargado, solícito, se deshizo en saludos sin dejar de agasajarla por su buen aspecto, agradeciéndole la inesperada visita, transmitiéndole que era un honor para él poder atenderla, porque su padre no estaba en la tienda en ese momento y había avisado de que tardaría en regresar. La chica, con resolución, le contestó que no había ido a ver a su padre, quería elegir una tela para que le confeccionaran un chaquetón para el próximo otoño. Fue la siguiente sorpresa para Higinio esa misma tarde: hacía un calor asfixiante, no había comenzado el verano todavía y la hija de Don Víctor quería un chaquetón para el otoño.

Dos grandes escaparates, uno a cada lado de la puerta de entrada, daban visibilidad a la tienda, por encima, un gran letrero de cristal negro enmarcado por líneas doradas de distinto grosor servía de fondo al nombre del establecimiento: “Modas Víctor”, también en letras doradas. Las paredes del interior de la tienda estaban forradas de madera no muy oscura, frente a la puerta de entrada un largo mostrador marcaba la distancia entre dependientes y clientes, sobre él, en uno de sus extremos, destacaba una caja registradora NMC. Dos espejos de pie situados a derecha e izquierda del mostrador cerraban el espacio dedicado a los compradores. Del techo colgaban dos lámparas de araña de cristal a juego con los apliques de las paredes. La tienda estaba separada del taller por unas sólidas estanterías que daban cabida a un buen número de piezas de tela de distintos tipos de género y colores, colocadas oblicuamente para que no sobresalieran demasiado de los estantes. En medio de las estanterías se habría un hueco a modo de puerta que daba acceso al taller por el que se podía ver a los empleados afanados en su trabajo. En el interior se escuchaba con claridad la conversación que mantenían Higinio y Elisa, sólo distorsionada en algunos momentos por el molesto traqueteo de una máquina de coser. Juan no levantaba la cabeza de su tarea, aunque en los primeros momentos no reconoció aquella voz, no tardó mucho en sentir un auténtico vértigo al volver oír hablar a Elisa, es probable que la emoción hiciera que una cortina de niebla cubriese su vista, que en ese momento levantó y, a través de la puerta, se cruzó de nuevo con la mirada de Elisa, durante unos segundos se mantuvieron así, unidos. Ella continuó charlando con el encargado de la tienda, como si nada estuviera ocurriendo, aunque sí ocurría. Elisa se sentía atraída por Juan, físicamente deseable, pero aparentemente débil, manejable. Podía servirle para satisfacer sus caprichos sin alterar la cómoda situación en que vivía. Había percibido en la mirada de ese chico una fuerza contenida, tal vez reprimida, una mirada de deseo, alguien así podría alimentar sus sueños, su pasión, cada vez más difícil de dominar, a punto de brotar por cada uno de los poros de su piel. Juan la veía como un anhelo inalcanzable, lejos de sus posibilidades, que conmocionó su hasta entonces tranquila existencia, estaba descubriendo un espacio interior que no sabía que existía, que le producía cierto estado de ansiedad, pero que quería explorar hasta sus últimos rincones, se había despertado en él un mundo de ensueño. No podía evitar la constante presencia de Elisa en su imaginación. Se había instalado en su cabeza y no iba a renunciar a este profundo deseo.

La chica zanjó la conversación con el empleado de la tienda requiriéndole para que llevaran algunos muestrarios a casa con el fin de elegir el tejido más apropiado. Salió con paso firme, estudiado, acompañada de Higinio, sabiendo que era observada por todos los que quedaban atrás.

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