LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE (II)

                                          LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN EL SASTRE 


                                                                              II

Juan Manuel Díaz Recuero comenzó a trabajar como aprendiz en la sastrería de la tienda de modas “Víctor” cuando contaba poco más de dieciséis años. Antes de iniciarse en las tareas de tomar medidas, cortar e hilvanar había pasado por otros oficios que no le suscitaron ningún interés. Estuvo en el colegio hasta los catorce, a partir de esa edad su padre consideró que la etapa de formación había finalizado, pensando, sobre todo, en que Juan Manuel ya tenía edad para aportar algún dinero a la flaca economía familiar, eran tiempos difíciles en una posguerra que nunca acababa. Para la gente como él escaseaba todo, especialmente el dinero, no así para otras familias más afortunadas que, pasados muy pocos años desde la finalización de la contienda, habían logrado situarse en una buena posición económica y social.

Su familia vivía en el barrio de San Andrés, cerca de los talleres de Renfe, donde había trabajado el padre y de donde fue despedido hacía ya más de cinco años, desde entonces no había vuelto a ser admitido en ningún empleo. Juan Manuel tenía dos hermanos más pequeños y una hermana tres años mayor que él. La chica ayudaba a su madre en las tareas de casa y en los encargos de costura que recibía del vecindario. El padre, incapaz de encontrar trabajo a pesar de sus paseos diarios en busca de colocación, habló con un conocido que era amigo del dueño de una pastelería, éste último accedió a emplearlo como aprendiz, allí permaneció Juan Manuel unos meses repartiendo encargos y haciendo recados, sobre todo para la mujer del pastelero. El muchacho no manifestaba ningún interés por aprender a moverse en el obrador, el dueño del establecimiento no estaba muy contento con el chico que se demoraba demasiado en las entregas de pedidos, además, cometía equivocaciones que repercutían en la caja de la pastelería. Su primer empleo duró poco tiempo y su aportación dineraria a la familia fue insignificante. Tras unas semanas en casa sin nada que hacer, surgió una nueva oportunidad para Juan Manuel, esta vez en una tienda de ultramarinos del mismo barrio de San Andrés, frente a los talleres del ferrocarril. El acuerdo laboral se cerró de manera que el muchacho recibiría una compensación semanal en especie, nada de dinero. Así fue como Juan Manuel llevaba a casa cada sábado un paquete de papel de estraza con legumbres o una lata de sardinas o algunas piezas de fruta y un manojo de verduras. Tampoco aquí tuvo mucha suerte, al cabo de unos meses el chico fue despedido por el tendero esta vez sin ninguna remuneración, ni en especie ni monetaria. Continuó su periplo profesional en un taller mecánico de automóviles, ya había cumplido los quince años. En aquellos momentos, en la ciudad no había un parque de automóviles nutrido, pero los propietarios de los pocos vehículos que se veían por la calle solían tener un buena cartera en el bolsillo interior de la chaqueta. Este nuevo oficio comenzó a despertar el interés de Juan Manuel, aunque su trabajo consistía exclusivamente en limpiar por dentro y lavar por fuera los automóviles una vez reparados para ser entregados a sus propietarios en perfecto estado de revista, como le decía el dueño del establecimiento. Todo iba muy bien, su madre le había confeccionado un mono azul oscuro para ir al taller, recibía una pequeña paga semanal por su trabajo, dinero que era muy bien recibido en casa, se podría decir mejor que era bendecido. Cuando no tenía que lavar ningún vehículo, se le permitía ver cómo el jefe del taller, el señor Morato, reparaba las averías, hasta que un día, la mala fortuna se cebó en Juan Manuel: estaba limpiando el interior de un Fiat 1100 negro para entregarlo a su dueño, salió de su interior para comenzar el lavado por fuera y al dirigirse a la llave del agua situada sobre la pared, el coche, sin ninguna explicación posible para el chico, rodó solo unos metros, los justos para dar con su enorme guardabarros izquierdo en la esquina del portón del taller. Aunque el daño recibido por el automóvil no fue muy grave, apenas unos rasguños, el jefe gritó, maldijo y hasta amenazó al muchacho con la llave inglesa que tenía en la mano. Tal fue la intensidad de la bronca descargada sobre el aprendiz de mecánico que éste salió corriendo, huyó despavorido de aquella lluvia de insultos que le venía encima. No volvió más por allí.

Cayó en un estado de mutismo permanente, apenas hablaba, no salía de casa para nada, comía poco, dormía mal. Se sentía un fracasado sin futuro, porque Juan tenía expectativas serias sobre conseguir un trabajo digno con un sueldo digno, le hubiera gustado aprender el oficio de mecánico y sin embargo, por un descuido, tuvo que dejarlo. Pensaba que ya no volvería a trabajar en ningún sitio. En casa se necesitaba dinero para comer, para el alquiler de la vivienda, para pagar medicamentos, una fuerte angustia le asfixiaba. Tardó algunas semanas en recuperar el ánimo. Su madre, que además de coser para la gente del barrio, también recibía encargos de algunas tiendas de ropa del centro de la ciudad, preguntó en una de ellas si necesitaban a algún aprendiz, la respuesta del empleado que la atendió, Higinio, fue un tanto imprecisa, pero le dijo que de todas formas tendría que pasarse por allí dos o tres días después. La mujer entendió que lo tendría que consultar con el propietario de la sastrería. Cuando la madre de Juan Manuel volvió al establecimiento, Higinio, con autoridad, le indicó que a partir del lunes siguiente, su hijo tenía que estar allí a las nueve de la mañana, que estaría unos meses de prueba y después ya se vería si continuaba o no. La mujer no se atrevió a mencionar las condiciones económicas, salió por la puerta de atrás de la tienda y se dirigió a casa contenta: había conseguido un nuevo trabajo para su hijo. A Juan Manuel no le atraía en absoluto la idea de dedicarse a coser, pero la insistencia de su madre y la imperiosa necesidad de contribuir a los exiguos ingresos familiares pudieron más que su voluntad.


Víctor Morales era el dueño de una tienda de modas en el Paseo de Calvo Sotelo, una de las principales avenidas de la capital, en su taller se confeccionaban todo tipo de prendas a medida para una clientela que le gustaba exhibir la exclusiva ropa de “Víctor”. Era gente acomodada, procedente del mundo de los negocios emergentes en esos momentos, altos funcionarios y algún político afín al nuevo régimen. La tienda funcionaba bien, incluso muy bien, a pesar de que Víctor no se dejaba ver por allí con frecuencia. Tenía cuatro empleados, dos para la tienda y otros dos para el taller: un hombre y una mujer, a ella se le asignaba todo lo relacionado con la confección de la ropa femenina. Uno de los dependientes de la tienda, Higinio, ejercía de encargado, más bien lugarteniente de Víctor; además, tenía empleada a una planchadora y a un aprendiz, este último había dejado su puesto porque, a decir de la planchadora, le pagaban muy poco. Juan Manuel vino a ocupar el lugar que había dejado libre el muchacho.

Su nuevo jefe, al que apenas veía, pero que fue conociendo a través de los comentarios de la planchadora, estaba casado con una señora más joven que él, inteligente y atractiva, se llamaba Teresa. Tenían una hija, Elisa, a la que no conocían en el establecimiento de su padre, tanto su mujer como su hija nunca iban por la tienda, o al menos los empleados no recordaban haberlas visto por allí. Víctor Morales ya no era joven, podría tener unos cincuenta años, tal vez alguno más. Le gustaba vestir bien, con distinción, más que por su negocio público, porque era indispensable para su estilo de vida, le gustaba tener buena presencia en todo momento, esto le facilitaba encajar bien entre conocidos y clientes. Delgado, aunque no muy alto, en su pelo apenas si se delineaba el inicio de unas entradas, peinado hacia atrás, ya habían aparecido algunas mechas plateadas sobre sus sienes.

Debió ser atractivo, aunque su encanto para las mujeres residía en su buen humor y el trato afable con los que conquistaba a quienes estuvieran a su alrededor, tanto a señoras como a clientes, a hombres de negocios o a quienes pudiera sacar algún beneficio de ellos. Durante la guerra, que entonces se daba por recientemente finalizada, quedó atrapado en una ciudad en la que la desconfianza, la denuncia y los bombardeos constituían parte de la cotidianeidad de los ciudadanos. Él supo sobrevivir dentro de ese mundo hostil, incluso llegó a colaborar con las fuerzas que a lo largo de tanto tiempo asediaron la ciudad facilitando información sobre lugares estratégicos para la defensa de la capital. Más tarde se cobraría su recompensa por esa arriesgada tarea.

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